Capítulo 6
“¿Qué Minerva te metió en estos trotes?”
Omito los pormenores de la aventura celestina con Irene y una de sus amigas, affaire que me llevó varios meses con algunas de sus noches tormentosas y apasionadas, encuentros que felizmente salieron bien. Así que voy a lo toral:
De haber vivido en nuestra época, estoy seguro que Lola Montes habría adoptado parte de la estrategia amorosa y profesional de Irene. Recordarás lector que la tal Lola inventó el striptease de salón, entonces sin tubo. Y que entre sus talentos estaba la escritura, digamos que utilitaria, habilidad que le permitió escribir una especie de manual para vampiresas, cortesanas y chicas de vida alegre (El arte de la belleza o el secreto del cuidado personal, 1858). La señorona fue pues una experta en sexualidad combinada con la sensualidad que acompañaba al cuerpo inspirador de las fantasías de los hombres importantes de la época, incluido desde luego el rey Luis i de Baviera con quien tuvo un amorío tormentoso.
En esos trotes andaba Irene. En fin…
La táctica de la licenciada Walter dio sentido a la segunda etapa de mi proyecto político. Sin haberlo planeado y menos imaginárselo, mis compañeros senadores colaboraron para formalizar aquella relación: todos acordamos recomendarla con el jefe de asesores del Presidente. Lo que vino después fue resultado del erotismo que rebosaba la licenciada. Supongo que había leído el manual de la mencionada Lola, inclusive puede ser que hasta lo modernizara adicionándole las travesuras sádico sexuales que refiere la autora de las Cincuenta sombras de Grey.
Derivado de ello y por los buenos oficios de otra dama que igual quitaba el resuello, en esos días su mejor amiga, ingresé a las ligas mayores. Imagínate lector a este humilde campesino rodeado del charme de Los Pinos e integrado a la vida secreta del poder. La bella Penélope (así se llamaba la cómplice de Irene) aceptó hacerse pasar por mi amante, condición que requirió de varios e inolvidables ensayos que también omito para evitar que mi autobiografía caiga en el espacio de las publicaciones no aptas para familias decentes.
Mi relación amorosa, en apariencia formal, hizo entrar en confianza al Presidente, certidumbre que lo indujo a incluirme en algunas tardeadas de larga duración etílica. Cuando fue necesario, Penélope y yo cubrimos las apariencias y a veces nos excedimos debido a que la pasión sexual hizo de lado los frágiles velos de la discreción. Fui feliz porque ella supo representar muy bien su papel. Esto me ganó la confianza y amistad de Cordero, un hombre preocupado por no repetir los panchos que hicieron algunos de sus antecesores, entre ellos el que recibió el golpe de zapatilla en la cara, puyazo asestado por una cantante vernácula que después fue senadora. O el presidente que convirtió a Los Pinos en algo parecido al poder de la Roma antigua porque, como Calígula, nombró ministra a una de sus “yeguas”, como él llamaba a la dama cuyas “ancas” fueron de antología. O el que cerraba el despacho durante las tardes para departir con sus cuates, todos achispados por placer, interés o solidaridad política. O el que so pretexto de probar sus autos deportivos escapaba por las noches para caer de sorpresa en casa de su amante del mes. O el que compartió con su cónyuge la silla de la Presidencia de México, actitud que dejó chiquito a don Adolfo Ruiz Cortines, a quien sus enemigos tacharon de mandilón. O el que empezó a desear a jóvenes del mismo sexo, alguno de los cuales aprovechó esa debilidad presidencial para llevar agua a su molino, circunstancia que le permitió ser parte del inventario político legislativo. Resisto la tentación de referir otros ejemplos porque las páginas de este libro no alcanzarían para historiarlos. Mejor voy a lo mío y retomo mi relato:
Los romances y comisiones privadas me permitieron ingresar al ámbito del máximo poder nacional. Iba bien pero me faltaba obtener la fuerza política que hace compactas las complicidades que se forman en torno al equipo responsable de las decisiones trascendentes del poder. En esas andaba cuando en una de las reuniones de amigos, el Presidente aprovechó la ausencia de Irene y Penélope: ambas me habían dejado solo, razón por la cual el Jefe decidió sorprenderme valiéndose de mi estado de indefensión que provocaba su jerarquía:
—Senador —espetó Cordero con el gesto adusto que sólo le había visto en sus apariciones televisivas donde dio pésames y malas noticias—, te he estado observando. También te mandé investigar…
Al escucharlo sentí que el piso del despacho presidencial se hundía a mis pies arrastrándome hacia las oscuras profundidades de la ignominia. Palidecí. Quedé mudo pues.
—Podría reclamarte algunas de tus cosillas que han roto la heterodoxia política —continuó Emmanuel—. Pero me abstengo porque en tu lugar tal vez yo hubiese hecho lo mismo…
La última frase me permitió volver a respirar; creo que hasta recuperé el color moreno que debe haberse transformado en pálido cetrino.
—Hay algo que me inquieta —volvió a tomar el tono de reclamo y yo a palidecer de nuevo—. Te lo cuestiono y si prefieres no responder entenderé tus razones…
Otra vez se movió el piso y fijé la vista en los colores de la bandera que estaba detrás de él; los vi mezclándose como si alguien les hubiera echado disolvente. Sacudí la cabeza para no caer desmayado.
— ¿Te sientes mal? —Preguntó juguetón y tal vez preocupado por mi semblante—. Cálmate y escúchame sin sobresaltos…
—Perdón, señor Presidente —me arriesgué—. Lo que ocurre es que me impresiona, que digo, me aplasta su investidura —dije con una mueca tipo Mona Lisa que no sé cómo, por qué y de dónde me salió—. Nunca lo había escuchado hablar como Presidente de la República en un tema que involucrara a mi humilde persona. Es una actitud que francamente me impone. Perdón otra vez por mi impertinencia… por interrumpirlo.
—Está bien, está bien —consintió comprensivo, risueño, burlón—. A mí me ocurrió algo parecido. Pero ese no es el asunto. Lo que quiero decir es que me interesa tu curiosidad por la historia; la dirección y el estilo que le han dado tus investigadores a lo que tú llamas preocupación genética. ¿Porque eso es lo que te induce y anima, verdad?
—Sí Señor. Es un objetivo que me impuse desde que entré al servicio público —respondí como autómata sin entender la duda del Presidente. Lo que dije salió de algún lugar de mi cuerpo, no de mi cabeza.
—Explícame —inquirió mientras yo hacía el esfuerzo de conectar el cerebro con la lengua.
—Como usted bien lo sabe, señor Presidente —articulé o balbuceé, no lo recuerdo—, cuando uno es de origen humilde cuesta más trabajo ascender. Sobre todo en política...
El tipo me vio con sus ojos entornados. Escudriñaba mis gestos tanteándome en cada una de las sílabas que pronuncié, palabras cuyo sonido rebotó dentro de mi cráneo.
—Lo vivido me indujo a demostrar que todos somos del mismo barro —continué ya medio recuperado de la impresión. Me sentí como aquellas locomotoras de vapor que llegaban a la cumbre después de haber superado la empinada cuesta.
—Pero no es lo mismo bacín que jarro —jugó el Presidente. Y enseguida se disculpó por la interrupción con un ademán que también me ordenaba proseguir con mi todavía dislocada justificación.
—Antes de entrar a la universidad me llenaron de bromas y burlas basadas en mi apariencia campesina y corta estatura —dije replicando alguno de los gestos ridículos que hice cuando resulté el blanco de las bromas de la canalla—. Una vez que obtuve el título de abogado caí en cuenta que tanto los polveados como los prietitos tienen la misma oportunidad de progresar, estudiar y gobernar. Fue el talante de uno de mis maestros, el más virulento, lo que puyó mi espíritu.
—¿Polveados? —Cuestionó con la ceja levantada.
—Bueno, así identificaba la raza a los condiscípulos de Miguel de la Madrid, definición que se institucionalizó para, pasados los años, endilgársela a mis compañeros de tez blanca —respondí cuidándome de las inflexiones de voz que muestran los resentimientos sociales.
Emmanuel no hizo comentarios. Pero siguió mirándome comprensivo, actitud que me dio un poco de confianza.
—Gracias a ese cabrón me puse a trabajar con el deseo de tener éxito, algo de poder y un poco de dinero —tamicé—. Quise demostrar a mis condiscípulos que nuestro origen genético puede ser el mismo o estar digamos que emparentado. No importa el color de la piel ni el tamaño del cuerpo o que uno sea bacín y el otro jarro.
La última frase corrió por las paredes hasta regresar a mis oídos. Me sentí extraño y preocupado por el espontáneo revire al comentario de Cordero. Éste reaccionó levantando su tupida y poderosa ceja, movimiento que ponía nerviosos a sus colaboradores cercanos.
Y el águila voló
A estas alturas ya no sabía si eso era lo que quería escuchar el Presidente o si yo desvariaba. De ahí que carraspeé antes de preguntarle.
— ¿Voy bien o me regreso, señor Presidente?
—Síguele —respondió serio. Como no escuché el eco de su voz me vino a la cabeza el graznido de pato—. Platícame de ése tu maestro virulento —agregó con la sutil sonrisa que usaba para rubricar su ironía. Pensándolo bien su actitud pudo haber sido la respuesta a mi mueca, gesto con el cual le manifesté el respeto a su investidura.
—Ah, sí, sí —me reenganché en el tema—. Enseñaba historia de México. Su primera clase fue como un pesado golpe en la dignidad de los mixtecos, en especial de los oaxaqueños. Dijo algo así como: “A ver, los que son de Oaxaca pasen al frente... También ustedes” —ordenó a quienes por el aspecto parecíamos hijos de la tierra de Benito Juárez. En total fuimos siete los muchachos obligados a treparse en igual número de las sillas enfiladas y acomodadas por él. “¡Mírenlos bien! ¡Grábense en su cabeza estos rostros!”, gritó volteando a ver hacia el grupo de los compañeros que atónitos pero divertidos observaban a los “oaxaqueños” mientras que él nos señalaba con su enorme mano. “¡Nunca permitan que ninguno de estos despeinados, descalzos y hambrientos llegue a ser presidente de México!”. A pesar del pinche susto quise protestar por mi origen, que era poblano, y también por la injusta y racista apreciación. No me atreví. Estaba petrificado.
—Ya sé a quién te refieres —dijo festivo Emmanuel—. Era Arturo Arnaiz y Freg, ¿verdad?
— ¡El mismo, señor Presidente! —Respondí complacido por la coincidencia que imaginé—. ¿También fue su maestro? —Pregunté a lo pendejo.
—Sí lo fue e hizo lo mismo. Como bien dijiste, era un cabrón pero también inteligente, preparado y lleno de resabios sociales, actitudes que se le manifestaban ante los morenos y bajos de estatura —agregó mirándome con cierta compasión—. O incluso ante presidentes de la República como Luis Echeverría. Esto lo relata Ricardo Garibay en uno de sus libros. La tez blanca y el rostro elegante de Arnáiz mostraban su sangre europea, personalidad que pudo haber convocado ese tipo de venganzas o desprecios raciales…
— ¡Yanga, el negro Yanga! —espeté como cualquier irrespetuoso aventurero que habla antes de pensar. El efecto pato pareció repetirse. Hubo un silencio casi sepulcral hasta que Cordero abrió un poco la válvula de presión al preguntarme:
— ¿A qué Yanga te refieres?
—Al africano que en el siglo xvii, en Veracruz, inició el movimiento de independencia para reivindicar a su sector social —dije.
El Presidente asintió con la cabeza antes de escribir algo en una tarjeta; la dobló y la introdujo en la bolsa interna de su saco.
—Tal vez le ofendió su lucha por la igualdad social —prosiguió Cordero sin hacer caso a mi último comentario—. En la Universidad puso en práctica su técnica docente sustentada en la exageración que, como lo comentas, consistía en trepar sobre las sillas a los alumnos o incluso él mismo subirse al escritorio para llamar la atención sobre algún pasaje de la historia o la filosofía. Benito Juárez y Porfirio Díaz eran los detonadores de su cátedra. Después hablaba de Vasconcelos...
Creí haber brincado el obstáculo ya que aquello que parecía un monólogo ante un jurado celestial, pasó a convertirse en una conversación amable entre dos, jefe y subordinado.
—Por ese tipo de acciones me interesó tu preocupación por el pasado familiar —agregó el Presidente metiéndose en mi espacio de meditación. Y de nuevo pronunció el “síguele, te escucho”, orden que lo mostró como el lancero que vuelve a la carga, en este caso contra mi sistema nervioso.
—Pues ya no hay mucho que explicar, señor Presidente. Sólo que estoy dispuesto a publicar mi tesis sobre la injusta división social en la que perdemos los prietitos y chaparros. Podría ser un tratado sobre genética política —dije en un intento de broma.
—Pero tú vas bien, ¿o no? Eres senador y además amigo del Presidente de México. ¿Qué más quieres? Pareces un triunfador.
—Ser gobernador de mi estado —respondí en automático sin haber pensado mi respuesta.
Cordero soltó la carcajada y las lágrimas empezaron a juntarse en sus ojos. Yo no sabía si mi espontaneidad era el motivo de la risa, o si tal reacción había sido provocada porque el Presidente consideró mi respuesta como producto de la inocencia, o si le hizo reír la presión a que fui sometido. Otra vez se disolvieron los colores del lábaro patrio y sentí que mi cara volvía a adquirir el pálido cetrino, reflejo del pinche susto. Cuando iba a perder el sentido entró al despacho (y al rescate) la licenciada Walter.
— ¿Ya le diste la buena nueva a nuestro amigo? —preguntó Irene. Sus palabras me sacudieron las entrañas bajas permutándolas con las anginas.
—No. Pero él se me adelantó —ripostó Emmanuel—. Me dijo que quiere ser gobernador de Puebla…
Entendí el juego presidencial que la pareja había planeado para sorprenderme. Sólo alcancé a pronunciar un “gracias” que se perdió entre los colores de la bandera ya revueltos y disueltos
en mi mente. Me desmayé de la impresión. Cuando volví en sí, el Presidente seguía carcajeándose y la bella cara de Irene estaba tan cerca de mí que pude percibir su aliento fresco y oloroso a brisa primaveral. Pegó sus labios en mi oreja para decirme: “Ya lo logramos, amigo. Serás gobernador”. Me levanté renovado, como si me hubiese energizado la buena noticia. Antes de que recuperara el habla el Presidente intervino:
—Venga, Herminio, me debes un abrazo —dijo tendiéndome sus brazos.
Y lo abracé como si fuese mi hermano, acción a la que se unió Irene Walter Rémix, el catalizador de nuestra fraternal amistad. De mi garganta salió un balbuceante “Gracias a usted, Señor”.
Busqué el nicho de la bandera y la vi entera, con el verde, el blanco y el rojo en su lugar. “¿Y el escudo?”, pensé preocupado. Volví a fijar la vista en el lábaro patrio, en el escudo precisamente: el águila seguía allí. Bueno de repente me pareció que volaba para colocarse en la gorra del general, debajo de las tres estrellas. El tipo había entrado al despacho presuroso en respuesta al llamado digital del presidente Cordero.
—General —dijo Emmanuel que para mí, en su momento, fue lo que el nombre representa, un enviado de Dios—: nuestro amigo Herminio Benito Cruz y Tlacuilo, participará en las giras temáticas sobre Seguridad —como si fuese un robot, el General afirmó moviendo la cara—. Y tú, mi buen Herminio —dijo el Presidente mirándome a los ojos—, prepárate algunas ponencias relativas al tema; que te ayude la licenciada Walter… —remató con un guiño.
Salí de Los Pinos borracho de ilusiones. La cara de ídolo olmeca del General de División quedó grabada en mi mente. El suelo seguía moviéndose impulsado por mis pasos firmes, casi marciales. Me parecía una masa de concreto gelatinoso y a punto del burbujeo volcánico. La emoción que me insuflaron el Presidente e Irene, nuestra cómplice, elevaron la temperatura canicular de ese día, uno de los más calurosos del verano ya modificado por los efectos del cambio climático. Toleré la consecuencia del exceso de centígrados porque supuse que Dios acababa de mostrarme su benevolencia al atender los ruegos y peticiones que le dirigí en mis noches de reflexión espiritual, momentos en los cuales mi herencia racial atrajo la mágica religiosidad de mis antepasados. Recordé a Herminia, la mujer más importante de mi vida, la que le dio sentido y presencia histórica a la estirpe familiar, el pie de cría que produjo al hombre que soy.
Ya que traje a colación la presencia espiritual de Herminia, hago otro paréntesis para retomar parte de la historia de la familia Cruz Tlacuilo, espacio de tiempo que lleva el cuño del ex libris de Sor Juana, monograma que podría ser otro de los legados de mis antepasados y su descendencia, marca que orgulloso porto.
Aunque suene extraño debo decir que los Tlacuilo hemos nacido con un lunar detrás de la nuca, sombra que forma una figura similar al sello de propiedad bibliográfica usado por la Séptima Musa. Pero no todos fueron grabados por la herencia del adn que, según los científicos, en casos muy raros podría transmitirse al primer diez por ciento (con el que nacemos) de los cien mil millones de neuronas que el tiempo y el medio ambiente forman, encauzan y definen.