La herencia
“Venciste mujer, con no dejarte vencer.”
Pedro Calderón de la Barca
Sabemos que para escapar Sor Juana se valió del reducido hueco que traspasaba la gruesa pared de adobe y piedra de su celda. Por ahí —dicen— salía su mente o espíritu e iniciaba su recorrido por el mundo que tuvo que abandonar debido a su vocación religiosa e interés por la lectura. Esos viajes a través de la contaminada atmósfera humana le permitieron paliar la desolación del convento donde sobrellevó las críticas a su bastardía.
Había tomado la decisión de vivir enclaustrada a pesar de ser consciente de que la nostalgia iba a ser su única compañera. También supo que el silencio le permitiría concentrarse hasta lograr que su alma escapara del claustro para peregrinar “por las esferas supra lunares mientras su cuerpo dormía”. De cualquier manera, mientras esto no ocurría, la tristeza le indujo a extrañar las recompensas adherentes a la libertad. Esta aprensión la hizo sentirse pecadora: “No soy una monja ejemplar —susurraba antes de pedir perdón por sus anhelos terrenales—. La duda me hace vacilar —oraba y se inquiría—: ¿Qué habría pasado si en lugar de estar aquí con mi alma invadida de Dios, hubiese hecho lo que hacen otras mujeres? ¿Acaso mi destino debió haber sido el compartir a un hombre y esconderme para no ser motivo del escarnio?”
Después de sus crisis existenciales y, entre plegaria y reflexión, Juana de Asbaje suplicaba a Dios que la ayudara a ser una buena esposa: “Alejadme de los placeres, Señor. Perdonad las traiciones de mi imaginación. No permitáis la presencia del fantasma que despierta los deseos del cuerpo”.
Los conflictos emocionales se le volvían más intensos durante la noche, cuando la ausencia de sonidos dejaba escuchar hasta el leve ruido de la humedad trepando por las paredes: “¿Cómo será dormir acompañada por un varón y ambos compartir el calor del cuerpo y el aliento de la respiración?”, se preguntaba con la vista perdida en la oscuridad, dubitaciones que la hacían sentir pecadora. Titubeaba. Tuvo sin duda pensamientos indecentes, luciferinos, reflexiones que la obligaron a luchar contra sus manos, fuerza que buscaba abrigo en el vértice de las piernas; era, decía, el poder de su propio diablo, la energía del mal que se introdujo en algún lugar de la mente: “Acaríciate Juana Inés para que tranquilices tu cuerpo —ordenaba aquella seductora voz—. Siente la intensa felicidad del placer de la carne. Cumple con los requerimientos de tu naturaleza. Eso no es pecar. Dios te dio el cuerpo y sus sensaciones. Disfrútalas”.
Con el “Padre nuestro no me dejes caer en tentación...”, Sor Juana intentaba que el bien triunfara sobre el mal cuya representación —según le habían dicho en su niñez— aparecía en el momento en que el sexo dominaba los sentidos.
Caía en la tentación y aumentaba su rechazo hacia los hombres agresores de la mujer, machos violadores de dignidades y destructores de los sueños femeninos.
Entonces conspiraba:
“Primero tendré que mostrarme aduladora con el poderoso y dúctil con mis pares. Debo aprender a manejar un lenguaje desafiante estructurado con metáforas; alegorías que induzcan a quienes las escuchen a buscar o descubrir aquello que quisieran oír. Haré bien mi papel de amanuense, esclava y amiga del poderoso en turno. Mantendré ocultos mis verdaderos pensamientos. Observaré el poder terrenal. Aprovecharé la ignorancia que rodea a los cortesanos. Escribiré. Y a través de mi pluma, el mundo del futuro conocerá las injusticias de mi época. Seré una mujer sumisa. Me asombraré ante la perplejidad que causen mis comentarios. Ocultaré mi rebeldía matizándola con pinceladas poéticas que acaricien el ego de profanos y religiosos. Usaré el lenguaje erótico para confundir y así poder escapar de las pasiones que atormentan mi alma. Mi propio Cantar de los Cantares. Mi propia Noche Oscura”.
Según mi discernimiento, si ustedes quieren peregrino y atolondrado, Sor Juana empezó así su primer año de monja jerónima.
Ya lo dije pero debo subrayarlo: esta es la simiente de mi historial, la fuente donde pudo haber abrevado la primera célula del cuerpo familiar.
Ahora el otro antecedente sobre este extraordinario y venturoso encuentro genético del siglo xvii, hecho extraordinario y de trascendencia familiar.
Gemela espiritual
En alguno de los espacios de México, en este caso lejos de las jerónimas, Herminia también conspiraba contra el poder que ejercía la Iglesia. ¿Cómo hacer para vengar las ofensas a la inteligencia?, se preguntaba mientras armaba su conjura.
La rabia fue inoculada en su alma por el padre Ba cia: la ofendió frente a los feligreses diciéndole que era una mujer pecaminosa. Con engaños y promesas celestiales, alguno de los soldados de Cristo la había llevado al Convento de Belén, igual que lo hizo con otras mujeres secuestradas por esos curas que, argumentaban, cumplían el “deber divino” dictado por el arzobispo Aguiar y Seixas: “Quítense el vestido talar”, instruyó su Eminencia a la escuadra de Barcia—. Disfrácense y sin pecar seduzcan a las prostitutas. Pídanle a Dios que les ayude a salvar el alma de estas pecadoras”.
Disposiciones extrañas pero irrebatibles por venir del entonces general en jefe de todas las órdenes monásticas asentadas en México.
A partir de aquella costumbre que refiere Fernando Benítez en su libro El peso de la noche, Herminia se dedicó a urdir el plan contra quienes la miraban con el odio y la confusión que ella provocaba en los curas, célibes o no, y en los maridos arrobados por su belleza femenina y el aroma de sus feromonas. Durante semanas pensó en cómo vengarse y ridiculizar al sacerdote que prácticamente era dueño del Convento de Belén, lugar al cual llevaban a las “pecadoras de la carne”. Quería exhibirlo y al mismo tiempo propiciar que los devotos conocieran la estulticia del clérigo; buscaba que desde el púlpito lanzara sus consignas contra el pecado de las mujeres, frases que solía acompañar con extrañas oraciones que pedían el perdón de Dios. Herminia quería provocar a Barcia para que éste mostrara en público sus actitudes ubicadas entre el fanatismo y la locura.
Antes de llevar a cabo su plan deliberó:
“Dios quiera que los feligreses se den cuenta de que, en su obsesión, el padre Barcia ve a las mujeres con odio enfermizo. Alguien debe contenerlo. Confío en que el Santísimo me perdone por arrogarme esta misión”.
Herminia apenas contaba con dieciocho años de edad.
Llegó el día planeado. La ofendida regresó al templo de Belén para asistir a la misa dominical. Iba vestida de manera muy recatada pero con tonos que por chillantes herían las pupilas de los ojos ajenos. Barcia subió al púlpito para iniciar la lectura de la epístola de San Juan. Leía embelesado y cuando dijo “Dios es amor”, el cuchicheo de los fieles le hizo voltear hacia donde las mujeres se santiguaban mientras los hombres mostraban su mirada pecaminosa. Sus ojos se encontraron con la sonrisa de Herminia ya despojada del colorido ropaje que ella misma había diseñado para poder quitárselo en un santiamén y, mediante esa acción, llamar la atención del sacerdote y feligresía. La penumbra de la capilla estaba iluminada por el brillo intenso de aquel cuerpo desnudo cuya blancura contrastaba con lo negro del triángulo de su sexo. De haberla visto el poeta Yehudá Haleví —supongo—, seguramente hubiese dicho: “El fulgor delicado y la fragancia de su belleza la envolvían”. Lo parafraseo para agregar que en ese momento el sol de la virginidad invadió el templo y sus haces de luz dieron vida a las ánimas de los santos encerradas en muñecos policromados.
— ¡No...! ¡No por favor! ¡Dios sálvame de esta horrible visión!” —gritó el sacerdote poco antes de caer convulsionándose y con el rostro envuelto en la espuma que arrojó su organismo.
Barcia se retorcía en el suelo asistido por su diácono. Asustada, Herminia aprovechó la confusión y huyó de la iglesia cubriéndose con la capa gris que uno de los sorprendidos feligreses se quitó para entregársela. Impresionada por la reacción del cura, corrió alejándose del templo. Estaba confundida. Se sintió mareada. Su cuerpo sufrió un extraño estremecimiento. Huyó del lugar. Una vez superadas la confusión y reacciones, recordó con gusto los aplausos y gritos de alegría de quienes habían festejado su arrojo.
Días más tarde Herminia supo que Barcia padecía de una extraña enfermedad, misma que el pueblo y curas endosaban al diablo porque, dijeron, “entró al santuario vestido de mujer”. Se lo comentó Nepomuceno Cruz, el criollo que después de haberla cubierto con su capa y ser testigo de las reacciones del temido padre Barcia, la siguió cauteloso, prendado de ella, atraído por su cuerpo, seducido por su energía.
Además de lo que acabas de leer, lector cómplice, hay otras versiones que me permitieron enterarme de dónde, cuándo y cómo fue la primera aparición de Herminia, historias que rescató la familia Cruz y Tlacuilo.
La segunda parte de la memoria familiar la encontré en el espacio espiritual de Sor Juana, coincidencia que me enorgullece y presumo esperanzado en que se perdonen los excesos derivados de mi inventiva basada en crónicas que, reitero, están fundamentadas en el discernimiento y las verdades que suelen ocupar los espacios oscuros de hechos y circunstancias que nunca se escribieron pero que, para bien o para mal, la curiosidad nos induce a descubrir.
Dicho lo anterior paso a los encuentros afortunados de las mujeres que he mencionado. Ambas dotadas del valor e inteligencia que les permitió enfrentar con éxito la estupidez que en aquel tiempo impedía el desarrollo cultural del pueblo llano; esto además de inspirar a los hombres sensibles e intelectualmente perceptivos. Ofrezco mis disculpas si al rememorar los hechos caigo en lugares comunes o me salgo del guion como si mi intención fuese la de corregir la plana a los historiadores cuyo rigor les impide abrir la puerta de la imaginación. Lo que me anima y estimula es el deseo de mostrar el primer eslabón de la larga cadena que forma mi familia. Nada más.
Por todo ello convoco vuestra benevolencia y comprensión a mi deseo de dar fuerza al texto biográfico valiéndome de argumentos que —dijo mi asesora-cómplice en esta autobiografía— deberían formar el post scriptum. Ponderé la recomendación; sin embargo, decidí que para dar coherencia y justificar parte de la historia era necesario incluir en la trama desde la genética hasta los hechos familiares entreverados con mi existencia.
Sigo pues con los eslabones de la vida y milagros de los Cruz y Tlacuilo, hombres y mujeres que hicieron las veces de semilla, tierra, sol, lluvia y nutriente.
La rebelde
Sabemos que Sor Juana llegó al convento portando el bagaje cultural abrevado por ella en decenas de libros, lecturas que la convirtieron en una mujer ingeniosa, bien informada y con los conocimientos que sorprendieron y cautivaron a los hombres cultos del México de aquellos entonces.
También sabemos que la cultura e inteligencia de la monja lastimó el orgullo de sus enemigos ocasionales y críticos permanentes, los seres menores que dedicaron parte de su vida a envidiar el talento de la llamada “Séptima Musa”. Y no podemos omitir que muchos de estos hombres poseían la extraña habilidad consistente en ocultar debajo de la sotana sus malévolas intenciones; sentimientos innobles y bajas pasiones, digamos que humanas; la envidia una de tantas.
Ante esa realidad Juana Inés tuvo que valerse del poder de la mente para eludir los efectos de las agresiones. La cosmología aristotélica le permitió “escapar” del claustro monjil y hacer los viajes supra lunares que desarrollaron su creatividad y autoconfianza. Pudo atenuar los efectos nocivos del mundo misógino que enfrentó asediada por las dudas. “¿Qué debo hacer para soportar la burla de quienes se muestran lisonjeros con el afán de ocultar su tiránico desprecio a la mujer? —se preguntaba para enseguida responderse—: Luchar y demostrar a quienes nos ofenden, que la inteligencia no tiene sexo”. Esta es una de las frases que me he atrevido a endosarle.
Ya que estoy en este tipo de especulaciones, también me aventuro a suponer que, de haber conocido los conceptos vertidos por Sor Juana, el padre Barcia hubiese sufrido otro ataque. Lo veo desvanecerse y caer al piso después de leer: “Estudia Juana. Arguye y enseña a los hombres que Dios no nos quiere ignorantes y que por eso racionales nos hizo”.
En fin, la monja reflexionaba, versificaba, escribía y después dialogaba con ella misma, con su Sombra.
Suerte te dé Dios
Es bien conocido el hecho de que antes de ingresar a la vida religiosa, Juana Inés acostumbró a cortarse el cabello. Era su propio castigo por olvidar nombres, fechas, citas y hechos de los textos que leía. Con este método aprendió a memorizar lo escrito por los clásicos, lecturas que le permitieron ser considerada la primera mujer de América heredera del pensamiento de Virgilio, Horacio, Ovidio, Góngora, Garcilaso de la Vega y Juan de la Cruz, el conjunto intelectual que durante su adolescencia fue su benevolente verdugo. Creció su intelecto. Expandió su sensibilidad. Amplió su cultura. El cabello le creció. Y llegó a ocupar un lugar importante en los círculos del poder cuyos usufructuarios buscaban adornar sus vidas rodeándose de conocimiento, belleza y cultura (hoy es de dinero).
La promoción que hizo Leonor María Carreto sobre las cualidades de Sor Juana, despertó la curiosidad de los hombres doctos. Estos decidieron buscar para descubrir algo sobrenatural (e incluso hasta diabólico) en la mente de la monja. Empero, lo único que hallaron fue que ella, la joven y hermosa mujer, era un “erario de sabiduría que no aspiraba a otra corona que la de espinas”.
A doña Leonor se debe, insisto, que Juana haya decidido retirarse a vivir sola y no tener “ocupación alguna obligatoria que embarazase la libertad” de su estudio. Eran los días en que la joven Asbaje luchaba por encontrar un territorio que la aislara de la curiosidad de los hombres doctos así como de los comentarios que alteraran “el sosegado silencio de sus libros”. En estas condiciones demostró al mundo misógino que el ser mujer no estaba reñido con la cultura entonces exclusiva de los hombres. Pudo salvarse de caer en los terrenos sexuales donde vivir en amasiato era el destino de las hijas bastardas. Sembró además la semilla del desarrollo intelectual de México, herencia que hoy forma parte de nuestra historia y orgullo nacionalista.
Por esas y otras razones que sería prolijo enumerar, para mí resultó motivo de satisfacción que algunas de las vivencias de aquel venturoso encuentro fueran archivadas en el baúl de los recuerdos familiares, espacio donde mis antepasados guardaron los secretos propios (y también los ajenos). De ahí que descubriéramos el vínculo que hoy presumo, antecedente que forma parte del siguiente relato, mismo que mis ancestros subtitularon: “Del pecado a la virtud”.
Una vez abandonada la simplicidad pueblerina común en las mixtecas, Herminia decidió adoptar la picardía del caballero que preñó a su madre indígena, cópula en la que ella fue concebida. Así, con la determinación como compañera, la mujer se trasladó a la capital del virreinato decidida a cumplir sus propósitos.
Sus primeras apariciones ocurrieron en el entorno del bosque cercano al pueblo de San Ángel, al lado del agua limpia y cristalina que bajaba del Ajusco, el volcán que en su última erupción cubrió de rocas una parte del México prehispánico.
Siguió con la costumbre de salir en la alborada diaria para, en vez de pisar la tierra pedregosa del monte donde había nacido, sentir en sus pies la lama que abrazaba los húmedos bordos del caudaloso arroyo.
Despuntaba el alba y los rayos del sol se escurrían entre el follaje de los árboles para iluminar aquel rostro que rivalizaba con la belleza del amanecer.
Herminia parecía estar bañada de una refulgente cascada de luces blancas y azules.
Luminosa cruzaba por la espesura de la fronda, árboles que la aislaban de chismes, envidias e intrigas pueblerinas.
“Ella lleva la energía del cosmos”, escribió el poeta del pueblo quien, como ocurrió con otros testigos de lo que sin duda fue una encantadora alucinación, murió con la belleza y la cadencia de Herminia esculpidas en su alma, “por los ángeles”, dijo él.
Herminia representa pues, la célula primaria de mi familia. Fue la primera mujer que tuvo la osadía de desnudarse frente al altar, en plena misa dominguera. Lo hizo consciente del susto que produciría su cuerpo, atrevimiento que primero provocó la sorpresa de los feligreses y después la muerte del sacerdote de sus pesadillas. Era una mujer diferente al resto, dotada, además, de la seguridad que le indujo a estudiar y prepararse con la aspiración de usar su intelecto para discutir, opinar y razonar con los hombres, doctos o no. Nunca perdió de vista que tenía que valerse de la inteligencia para contestar las agresiones retóricas y evitar las físicas.
Aunque con su desnudez validó aquello de que las hembras eran “tentaciones vivas y principales causas del pecado” (lo dijo Aguiar y Seixas), Herminia nunca perdió la virtud de las vírgenes que suelen serlo a pesar de amar, ser amadas y reproducir el maravilloso proceso de la vida.
Su protesta contra la misoginia representada por Aguiar y operada por Barcia, la condujo por un camino distinto al de su género, atajo donde encontró al hombre con el que tendría una relación, el caballero que, contra la costumbre de la época, pudo conocerla completamente desnuda, igual que la vieron todos los asistentes al acto litúrgico ya referido. No fue esa su intención; sin embargo, ahí, en el templo, su cuerpo cautivó a los hombres, sorprendió a las mujeres y asombró a niños y niñas.
Nepomuceno se enamoró a primera vista de quien poseía una belleza “esculpida por los ángeles”, figura que se complementaba perfecto con su extraordinaria inteligencia y voz profunda, características que la diferenciaron del resto de las mujeres y la acercaron a Sor Juana Inés de la Cruz.
El adiós
—Nepomuceno: he decidido que ya es hora de reiniciar mi lucha contra los enemigos de la mujer. Por desventura para mí, he de abandonarte.
La noticia sorprendió al hombre que en ese momento perdió la fuerza que lo había hecho un adversario político temible ante sus pares y, para Herminia, un noble y atractivo ser humano.
—No, no hables —dijo ella poniéndole la mano en sus labios—: agradezco tus afectos y te prometo guardar en el fondo de mi corazón tu grato recuerdo, tu varonil aroma, tus amables quejas y alentadores reclamos y enseñanzas. Eso será lo único que me acompañe en la soledad que obliga la guerra contra quienes ofenden a mi sexo. Es algo que debo a mi madre y a mí misma.
Conforme la escuchaba fue deformándose el rostro de Nepomuceno. Se le hicieron más profundas las comisuras de la boca. De sus ojos surgió la humedad del llanto contenido.
—Pero vamos, hombre, no te preocupes —agregó Herminia en un intento por ocultar su pesadumbre. Acarició la ondulada y abundante cabellera de Nepomuceno antes de decirle con un tono de voz amoroso distinto al que acostumbraba—: Ya sabías que esto nos iba a pasar. Así que resignémonos; para ello nos preparamos…
—Es tu decisión Herminia —respondió él esforzándose en ocultar el peso de la angustia que le oprimía el pecho—. Sí, ya lo esperaba. No obstante, mi corazón y mi mente mantenían la ilusión de que nunca llegara este momento. Asumo tu determinación; lo hago con el alma ahora herida por una daga de doble filo, un puñal más efectivo que el utilizado por el asesino de mi padre —balbuceó. Hizo el esfuerzo y recuperó la compostura para agregar—: Viviré el resto de mi existencia acompañado de tu aroma e inspirándome en tu fuerza y honestidad espirituales. Tu vida será mi vida, Herminia. Tu muerte me arrastrará hasta el lugar donde nos volveremos a encontrar, si es que antes no muero de tristeza o en alguno de los duelos que permiten vengar las ofensas de enemigos y detractores.
Con el “gracias por tu comprensión” y el desconsuelo ahuecándole el estómago, sin decir nada más, Herminia de Ávila dio media vuelta convencida de que esa parte de su existencia se quedaría encerrada entre las paredes de adobes repellados y encalados, espacio que durante dos años la había aislado del mundo de las envidias. Inició así el camino que habría de transitar acompañada de su belleza y cadencia. Le esperaban días difíciles en la vida conventual escogida con el propósito de procesar el embarazo que decidió mantener en secreto. Ya había hecho contacto epistolar con la monja Juana Inés.
Este y otros pasajes que, como ya lo dije, he editado basándome en las reseñas que tuve en las manos, lecturas varias cuyo hilo conductor es la vida de Sor Juana y los acontecimientos de la época, me permitieron esclarecer el venturoso encuentro entre la musa y Herminia. En el caso de ésta, la ausencia de referencias bibliográficas ha quedado resuelta con la tradición oral que alguien recopiló y transcribió para que yo fuera el recipiendario casual. A partir de la información, más la lógica del raciocinio, escribí este texto donde he tejido los hechos reales con narraciones orales (las que escuché de mis abuelos) hasta conformar lo que me convierte en creador de mi propia historia.
El espíritu mediador
Valga agregar que Manuel Fernández de la Santa Cruz estuvo de acuerdo intermediar en el encuentro de las dos mujeres. “Es una hermana culta e inteligente; te orientará y proveerá de la fuerza espiritual que necesitas para lograr tus objetivos”, le dijo a Herminia sin poder ocultar su entusiasmo. El sacerdote había decidido adoptarla como pupila gracias a la travesura que hizo temblar al padre Barcia y al arzobispo Aguiar. Éste —dice la historia—, enemigo del obispo poblano: Seixas le impidió ascender dentro de la élite dominante en la Iglesia Católica.
Era la costumbre y estilo de los clérigos de esos años, época en la cual cualquier haz de luz intelectual se convertía en el intenso brillo que encandilaba a los dignatarios de la Iglesia así como a los laicos atarugados por el pensamiento mágico. Sor Juana se rebeló estableciendo un venturoso contraste: tenía prohibido pensar, sin embargo, a pesar de ello, pensó para razonar, crear y ser parte del despertar del México culto.
En esas aguas y del brazo de la monja navegó mi ancestro. Juana Inés fue su guía, cómplice, amiga y consejera. Las dos compartieron la maternidad. Una alimentando en su vientre a los gemelos producto del amor, y la otra dejándoles escuchar su voz para transmitirles la tranquilidad y confianza que produce la sabiduría, en este caso acompañada con sonidos vocálicos contrastados por el ritmo musical de los maitines.
Herminia nutrió su espíritu con las luces y sombras del convento. Compartió con la musa los momentos difíciles. La alegría y la sed de conocimiento se amalgamaron para que la madre los transmitiera a los dos seres que se formaban dentro de su cuerpo. La feliz coincidencia formó otro de los capítulos de la rica herencia genética de los pequeños De la Cruz, cuya infancia se desarrolló entre el amor y la inteligencia de sus madres (la biológica y la espiritual) educadoras y maestras.
Claro que también hubo decepciones, tragedia, traiciones e incertidumbre, escenarios que las mujeres compartieron; vivencias que operaron como la información espiritual más importante tanto por su trascendencia social como por el legado intelectual a mis ascendientes.