Nuestro bien y nuestro mal no existen más que en nuestra voluntad.
—Epícteto
El indio que se queda un rato, quiere otro plato.
—Dicho popular
Durante más de tres siglos, en Puebla, entonces una sociedad dominada por el sentimiento español, la discriminación fue una actitud natural en las familias “pomadosas”.
Merecía menosprecio aquel que no tenía rasgos o linaje europeo. Incluso se construyeron barrios fuera de la traza urbana para que en ellos pernoctaran servidores domésticos, alarifes, artesanos y mercaderes de origen mexicano.
Esa forma de “apartheid” prevaleció hasta fines del siglo XVII, cuando los mestizos, no autorizados para construir su casa dentro de la traza urbana, se rebelaron y decidieron hacerse del control de lugares como Analco, Santa Ana, Santiago, San Miguel, San Ramón y otros. Les decían los “léperos”, y su fama de “malditos” les ayudó a manejar la vida de los habitantes de los barrios.
Esa concepción de “legitimidad y limpieza de sangre” dejó de ser una costumbre poco después de que México se declaró independiente. Pero el sentimiento prevaleció oculto dentro de las elegantes casonas que albergaban a la “gente bonita”; la misma que recibió con algarabía y magnificencia a sus graciosas majestades Maximiliano y Carlota; los que festejaron la llegada del invasor francés y del ejército norteamericano; el pie de cría de los poblanos que, petulantes, caminaban por las calles entre los seres escuálidos y miserables, vestidos con harapos, enseñando sus lacras y deformidades para despertar compasión (“Joel R. Poinsett dixit”); en fin, los herederos de las familias “pomadosas”, quienes a su vez legaron a sus descendientes el menosprecio, la subestima y la discriminación hacia los “pretitos”.
Pasó el tiempo y la Angelópolis empezó a crecer sin control. Surgieron los asentamientos irregulares y la ciudad fue rodeada de colonias de migrantes procedentes de diferentes regiones de la entidad. Empero, tal “invasión” no pudo acabar del todo con la herencia que hizo de la élite social un sector con poder suficiente para influir en las decisiones políticas (Gabriel Hinojosa es el ejemplo más reciente). Sin embargo, aquella migración fue más o menos aceptada debido a que, ante los ojos del comerciante o mercadólogo aldeano, representaba un comercio potencial que había que explorar sin misericordia.
Por esas y otras razones que el espacio no me permite referir, este columnista supuso que Mario Marín Torres tendría muchos problemas para gobernar la ciudad de Puebla, sobre todo cuando se atrevió a romper el tabú manifestando con orgullo su origen mixteco. Y ayer se mostró que había empezado con el pie derecho, porque en principio fue capaz de atemperar la problemática impuesta por la genética de aquellos que heredaron la levítica y elitista tradición angelopolitana.
Según creo, el método del marinista intenta, en primera instancia, encontrar cómo solucionar los problemas que afectan los sentimientos de “la clase bonita”, cuya influencia y poder de convocatoria podrían inducir una campaña a favor o en contra de la autoridad. El combate a los antros de vicio, su lucha contra la prostitución, la persecución de los grafiteros, su interés por la educación y la inclusión de los empresarios, por ejemplo, le permitieron lograr en cien días lo que parece poco menos que imposible. Con ello, el municipio demuestra que sus acciones responden a un bien definido proyecto político de largo aliento, el cual —al parecer— está dividido en cuatro etapas: la primera, convencer a los ciudadanos que representan el poder económico; la segunda, hacer que el pueblo lo considere su líder natural; la tercera, convertirse en el presidente municipal que represente los valores y el orgullo de los poblanos; y la cuarta, llegar al tercer milenio como si fuera parte de la transición política que habrá de rescatar la confianza en el gobierno.
Salta a la vista, pues, que para alcanzar el éxito, sus asesores en imagen han puesto en práctica varias acciones, incluso el uso de los mensajes subliminales. Uno de ellos: las campanas de Catedral como sonidos incidentales que marcan el cambio de imágenes en el video exhibido durante la presentación del programa del ayuntamiento. Otro, el discurso influyente. Y uno más: el manejo de la honestidad como hilo conductor de su gestión.
¿Seguirá por la misma senda? ¿Le permitirán operar los “pirrurris”?
Todo es posible. Empero, su éxito dependerá de que no muestre afanes sucesorios ni calenturas ajenas. O, como dicta la máxima: que siga el ejemplo de los estadistas preocupados por la próxima generación y no el de los políticos que trabajan para la siguiente elección.