Reparación de vidas catastróficas (Los 12 pasos)

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Los 12 pasos, capítulo 30 del libro Reparación de vidas catastróficas

Era un sábado, y sonaron las nueve campanadas del reloj antiguo de la casa de Mario. En ese momento, decidió acudir a las oficinas de Alcohólicos Anónimos en Coyoacán.

Después del ritual de la mañana, un poco de ejercicio, un delicioso café y algo de desayunar, al terminar un refrescante baño y un exhaustivo arreglo, Mario tomó su automóvil para dirigirse al parque Masayoshi Ohira, un entorno construido como una representación de la amistad entre México y Japón.

Ahí, en el pequeño espacio paradisíaco de la ciudad más grande del mundo, el joven se sentó a admirar los estanques, los árboles y a las personas.

Después de un rato de tranquilidad mental, Mario observó con curiosidad a un bolero que platicaba sin parar con los clientes que lustraban sus zapatos. Se dirigió a pedirle sus servicios y, sentado en una silla roja de terciopelo, comenzó la plática entre ambos extraños.

–¿Qué lo trae por aquí, joven? No lo había visto nunca por estos lares.

–Vengo a las oficinas de AA. Mario, con la confianza que se entrega a los extraños por la creencia de que nunca se cruzarán en los caminos nuevamente, le comunicó sin cortapisa sus deseos de estudiar los 12 pasos.

–¡Amigo! –le contestó con un inusitado júbilo el bolero–. Me llamo Jaziel y soy Alcohólico Anónimo desde hace 20 años.

Tengo 49 años, dejé de beber a los 29. Como diría José José en su canción, fui de todo y sin medida.

Mario preguntó con gran interés:

–¿Cómo de todo?

–Sí, estudié una carrera universitaria, me gradué de contador público. Empecé a trabajar en el gobierno. Estuve ahí por seis años, hasta que un día salí de la fiesta de Navidad de los burócratas y se me atravesó un puesto de tacos con nueve personas. Los maté a todos.

Mario enmudeció, se puso blanco y de su cuerpo salió una tos muy extraña.

–Calma, muchacho. Pagué mi crimen. Por andar borracho me acusaron de homicidio imprudencial. Me dieron muchos años, pero salí por buena conducta. Ayudé a varios presos a dejar el alcohol y fomenté que ellos mismos ayudaran a todos los que pudieran.

En ese infierno lúgubre y pestilente, está más cabrón salir del vicio. Unos prefieren consumir de todo para soportar el tiempo en la sombra.

–¿Tú tomas? –le preguntó Jaziel a Mario.

Se hizo el silencio.

Jaziel pidió perdón por entrometerse:

–Quizás te pueda ayudar. Tengo mucha experiencia con los 12 pasos.

¿Te gustaría una explicación breve? Tengo tiempo para comer. Eres el último cliente del mediodía. Podemos comer algo en aquella mesa y te explico mi forma de ver los 12 pasos.

–¿Te late?

–Claro –le contestó Mario.

Ambos se dirigieron a las mesas de madera que se encontraban al rayo del sol, bajo un árbol de flores moradas. Junto a ellos se encontraba una fuente que emitía un relajante concierto con melodías que emanaban del agua circulante. Trinaban los pájaros. El ambiente era perfecto, como si lo hubiera preparado la divinidad.

Comenzó la plática.

–Primero que nada, te diré que los 12 pasos son la síntesis de la filosofía del hombre de todos los tiempos.

Es una guía que me atrevería a decir que fue dictada por el mismísimo Dios Nuestro Señor.

Debes admitir, en el primer paso, que no puedes afrontar solo tu problema. Pedir ayuda y estar dispuesto a recibirla.

Después, creer con cada célula de tu ser que un poder superior te va a ayudar. Te va a corregir, te va a llevar por el buen camino y te devolverá el sano juicio.

Al aceptar que tienes un problema, ya eres una persona valiente. Y con ello, el poder supremo en el que crees te ayudará, te recompensará.

Entregar a Dios tu camino, confiar en que Él te guiará y te dará la fuerza para dejar de beber y sanar tu alma.

Con la fuerza que adquirirás, podrás, sin temor y sin mentirte a ti mismo, hacer un inventario minucioso de las pendejadas que has hecho, a quién has herido, y comprenderás que, si hubieses estado sobrio, quizá no habrías cometido esos errores tan graves, acciones que cambiaron tu vida.

Admitimos ante Dios, ante nosotros mismos y ante una persona de confianza la naturaleza exacta de nuestros defectos, y nos disponemos a dejar que Dios nos libre de ellos.

Le pedimos, con el corazón en la mano, de manera humilde, honesta, libres de mentiras, libres de maldad, de cualquier emoción egoísta, que nos libere de todo lo malo que habita en nuestra mente, corazones y almas.

Haces una lista de todas las personas a quienes has dañado con tus acciones y te dispones a reparar el daño, disculpándote de corazón, con sinceridad, entendiendo lo que provocaste. Esperando comprensión o rechazo. Reparas lo que sea posible siempre y cuando tu acercamiento con la persona o personas que agraviaste no genere mayor rencor hacia ti.

Siempre haces tu inventario personal y, cuando de nueva cuenta se asome la intención de volver a cagarla, lo admites inmediatamente, lo reparas o, mucho mejor, lo evitas.

Buscas, a través de la meditación y de la oración, vincularte con Dios de la manera en que lo concibas, pidiéndole que nos indique su voluntad y nos entregue la fortaleza para cumplirla.

Intentamos llevar estos principios todos los días. Esto es cosa de todos los días, así como desayunar o lavarse los dientes. Meditas y realizas lo que te expliqué, todos los días, toda la vida. Y el paso más importante, el que realizo contigo en este preciso instante, es ayudar a los otros hermanos en desgracia, orientándolos a reconocer el problema y trabajar con él para erradicarlo.

Para muchos, se requiere de una gran fortaleza, que dicen no tener. Le suplican a su Dios que se las dé. Siempre se las da. El primer paso es aceptar el problema y pedir la fuerza, que, de algún lugar sin explicación, sale y te permite escapar del infierno.

Mario lo escuchó con gran interés.

Le comentó:

–Lo más importante para mí fue lo que me contaste que te pasó por pasarte de copas. Terminaste con una vida que hubiera sido productiva, mataste a 9 personas y pasaste años en la cárcel.

–Claro, mi chavo, pagué mi estupidez. Viví para contarla y para orientarte a ti y a muchas personas que han cruzado por mi camino. Pero las vidas que un borracho que no sabía lo que hacía, ni siquiera recuerda el suceso, esas vidas ya no se las puedes regresar a las personas, ni puedo arrancar el dolor a sus familias. Dos de ellos dejaron niños huérfanos. Alguna vez vi a una de las esposas, y su mirada me destruyó. Sentí todo el odio de las víctimas de mi irresponsabilidad, y esa sensación me persigue hasta hoy. Le prometí a Dios que jamás tomaría ni una gota de alcohol o alguna otra droga. Y también le juré que ayudaría a todo el que me enviara. A ti, por ejemplo, a ti te envió Dios.

–Así lo creo –le respondió Mario.

Jaziel le aconsejó:

–Busca bibliografía de los Alcohólicos Anónimos.

–Ve a alguna reunión. Escucha otros testimonios.

Las personas no saben lo que les puede suceder bajo el influjo de alguna sustancia. Pierden el rumbo y pueden terminar muy mal. Muy mal. Muy.

No lo olvides, Mario. Aquí estoy para platicar cuando lo sugieras, si lo requieres. Te paso mi número, toma mi tarjeta y llama cuando lo necesites.

–Muchas gracias, amigo, así lo haré.

Mario se retiró del lugar con una gran satisfacción. Supo que su decisión de dejar el alcohol y las drogas era definitiva. También se prometió dejar de sufrir por Valeria.

En la noche, junto a su cama, hincado, le pidió a Dios que lo guiara por el camino correcto, y le prometió que, si así lo hacía, dedicaría su vida a escribir libros y a dar conferencias para ayudar a la mayor cantidad de personas que pudiera.

Mario comenzó, a la mañana siguiente, su nueva vida de manera intempestiva. Tenía un propósito.

 

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Miguel C. Manjarrez