Trump, el vecino incómodo

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Y mientras tanto, México sigue como una novia gaslightiada...

México tiene una relación tóxica con Donald Trump. No con Estados Unidos, sino con el hombre que personifica la amenaza, el aviso, la imposición y el retiro, todo en un mismo respiro. Un hombre que un día insulta y al otro apapacha, que te escupe en la cara y luego te ofrece un pañuelo.

Estados Unidos siempre ha visto por sus intereses. A México se le ha llamado, no hace mucho, el traspatio norteamericano. Existe una larga relación de sumisión con el país vecino. Aunque se alcen las voces y se alisten las armas discursivas, no podemos negar que nuestro socio comercial es uno de los países más poderosos del orbe.

El gobierno mexicano tendría que estar pendiente de los intereses ocultos del gobierno estadounidense. Si usted no conoce el Plan Green, se lo resumo. Estados Unidos buscaba invadir México por un tema petrolero (1925-1926). El gobierno mexicano, en una suerte de película de acción, buscó la manera de introducir elementos del Estado Mayor Presidencial en la embajada estadounidense. Uno de ellos logró seducir a la esposa del agregado militar, retiró y copió documentos que probaban los intereses económicos de Rockwell Sheffield y Frank B. Kellogg, embajador en México y secretario de Estado, respectivamente. Eran socios de las compañías petroleras y no querían que se reglamentara el artículo 27, mismo que establecía que el subsuelo era propiedad del Estado mexicano, lo que incluía al petróleo.

La razón de aquella fallida invasión: proteger los intereses de las compañías petroleras norteamericanas. El escándalo: que los políticos de alto nivel del país del norte eran socios de las mismas. Querían invadir México por intereses personalísimos. Con dinero baila el perro, dicen. Este suceso, poco conocido, fue un acto de contraespionaje que evitó una invasión. El cuerpo diplomático mexicano llevó los papeles al entonces presidente Calvin Coolidge, con los que probaba que, en caso de invadir México, la comunidad internacional sabría que se trataba de un asunto comercial de sus autoridades de alto nivel y no de un interés general. La misión fue comandada por el jefe del Estado Mayor, José Álvarez y Álvarez de la Cadena, mi abuelo. Hasta aquí el paréntesis.

El presidente estadounidense ha vuelto a la carga con su retórica de dominación, esa en la que su voz es la única que importa y su voluntad la única que se cumple. En su reciente discurso ante el Congreso, Trump no tuvo reparos en afirmar que México está “dominado por el crimen organizado”, como si él, su país y sus agencias no tuvieran nada que ver en la guerra que desangra nuestras calles. Como si el mercado más grande de drogas no estuviera del otro lado del río Bravo. Pero lo más grotesco no fue la acusación en sí, sino la burla implícita en su supuesto regalo: 29 narcotraficantes enviados por México para que él se sintiera feliz. Como si la cooperación entre países fuera un acto de sumisión, como si la diplomacia tuviera que convertirse en un espectáculo de gladiadores donde él es el César que decide quién vive y quién muere.

Trump no negocia, impone. Su relación con México no es de socios comerciales, sino de amo y vasallo. Y si alguien tiene dudas, basta con mirar cómo maneja sus amenazas económicas. Juega con los aranceles como un niño cruel juega con una lupa y una hilera de hormigas. Los impone, los retira, los vuelve a imponer. Un mes sí, un mes no. Dice que respeta el Tratado de Libre Comercio, pero lo usa como moneda de cambio, como un palo con el que golpea y una zanahoria con la que engaña.

Lo mismo hizo con Zelenski cuando le condicionó ayuda militar a cambio de favores políticos. Su estilo es ese: el chantaje, la humillación, la demostración de poder. No negocia, dicta. Y si no se hace lo que él quiere, se castiga con aranceles, con insultos, con la amenaza de militares en la frontera. ¿Eso es estrategia o un trastorno mental? ¿Hay cálculo en su volubilidad o simplemente es incapaz de sostener una postura más allá de su propio reflejo en el espejo?

El problema para México es que, nos guste o no, Estados Unidos es nuestro principal socio comercial. Pero, ¿cómo hacer negocios con alguien que un día te vende la cuerda y al siguiente te la pone en el cuello? ¿Cómo confiar en un país donde el próximo presidente puede cambiar las reglas del juego por capricho? Y, sobre todo, ¿quién paga el precio final de esta relación tóxica?

Los aranceles no los paga el gobierno, los paga el ciudadano común. El que compra, el que consume, el que un día se encuentra con que la leche, los autos o las medicinas cuestan más porque a Trump se le ocurrió castigar a México. La guerra de aranceles no la pelean los poderosos, la sufren los de abajo. Como siempre.

Y mientras tanto, México sigue como una novia gaslightiada –disculpe usted el arquetipo, pero ahora, con esas modas del narcisista psicópata y la novia sometida, viene a cuento–. Porque así es nuestra relación con el vecino incómodo. Un vecino que hay que tratar con pinzas, aunque a veces parezca que lo que realmente necesitamos es un bate de béisbol.

La presidenta de México, Claudia Sheinbaum Pardo, ha tenido que mutar en una especie de heroína con nervios de acero y fuerza mental inquebrantable. Imagínese usted lidiar con un Trump. Adáptelo a su vida diaria. Su espíritu y su alma diplomática seguramente desaparecerían al segundo día.

¿Esto nos esperará por casi cuatro años más?

Quizá debamos empezar a consumir solo lo hecho en México y catapultar la economía local, tal como el presidente Donald Trump pretende hacerlo con las empresas norteamericanas.

Tema para otra reflexión.

Hasta la próxima.

Miguel C. Manjarrez