El ingreso al laberinto
“Más vale feo y bueno que guapo y perverso”
Para no darle más vueltas a lo que todos saben, han sufrido y puede ser que hasta hayan disfrutado, acudo a uno de los antecedentes que me ubicaron en el umbral del gobierno para el que fui electo:
Ya había sido legislador en la Cámara de Diputados, posición que en automático me condujo al Senado. Las legislaturas me enseñaron a identificar el cómo, cuándo, con qué y a través de qué personeros convencer a quienes en mi época ejercían el poder (a estas alturas del siglo xxi seguimos en las mismas). Sin embargo, aún me faltaba encontrar la forma para que el Presidente confiara en mí y me permitiera ingresar a su círculo de amigos. Le demostré mi disciplina y discreción desde que formé parte de la mayoría legislativa donde se defendió, cabildeó y promovieron sus iniciativas. Mi prioridad fue obtener su confianza y simpatía.
En esas andaba cuando en alguna de las reuniones binacionales en el Caribe mexicano conocí a una bella hembra. Nos caímos bien al grado de confiarnos aquello que se puede compartir. Dos días fueron suficientes para consolidar nuestra amistad y verternos confidencias sin trascendencia, primera de las reglas del manual no escrito, mismo que contiene las alertas sobre lo políticamente peligroso: la infidencia. Uno de estos avisos me condujo hacia lo que por mi apariencia parecía poco menos que imposible. Les platico:
Ocurrió poco antes de iniciar la noche.
La refrescante brisa marina movía la cabellera de la hembra, viento que me dejó percibir el aroma de su perfume mezclado con su olor a mujer. Estábamos solos en la terraza de la suite. El ruido del mar acariciaba nuestros sentidos. Las tres copas de vino que bebí mejoraron mi visión. Percibí los poros y los casi imperceptibles vellos que cubrían parte de su piel de durazno dorada por el sol caribeño. La esencia de sus feromonas me indujo a creer que ése era el momento para iniciar el ritual del sexo. Intuitiva al fin, ella cerró sus enormes ojos dejándome ver el tono apiñonado de sus párpados, coloración semejante al cielo bañado por la luz del sol del atardecer. Había empezado a viajar por ese pequeño y a la vez enorme universo, cuando la hembra dijo las palabras que le dieron en la madre a mí inspiración:
—Acércame al presidente Emmanuel Cordero. Te prometo que si lo haces seré tu aliada y usaré todo lo que tengo para que los dos logremos nuestros objetivos.
No supe qué hacer. La solicitud me enfrió. Se disolvieron mis fantasías sexuales. Como si fuese el mazazo sobre el clavo que atravesó las manos del Nazareno, su petición me dolió tanto que acabó con los llamados de mi libido. Reculé molesto, descontrolado e incluso con la dignidad herida. Mi orgullo había caído sobre el suelo de mármol. Busqué algo que atemperara mi frustración y nada, no apareció tal analgésico moral. Así tuve que acudir a lo que algún día me dijo el abuelo materno: “A las viejas, muchacho, háblales derecho. No pierdas el tiempo. Si sale bien, qué bueno. Y si no pues a buscar otras ubres que mamar, otras ancas que montar y otras crines que acariciar”. Motivado por el consejo del viejo prolífico y mujeriego (le decían “Don Rabo Verde”), sin mediar delicadezas hipócritas clavé mis ojos en el vértice de sus bellos senos y pregunté con la ilusión de recuperar la oportunidad de recorrer con mis manos el universo contenido en aquel cuerpo:
—¿Quieres ser su amante después de que tú y yo compartamos fluidos?
—Sí, claro que sí —respondió sin pestañear la cabrona—. Pero antes de nuestro encuentro necesito que hables con él para que me recomiendes —condicionó con una sonrisa que dejó al descubierto la humedad que resaltaba la perfección de sus dientes albos.
El requisito operó como la ofensa traviesa, burlona. Quería reclamar pero quedé mudo. Quizá mi subconsciente había captado el aviso de alguna energía o del cielo o del arcángel encargado de mi seguridad emocional. Todavía no encuentro explicación a ese freno sobrenatural que me indujo a moderar, primero mis impulsos sexuales y después la reacción violenta encendida por la vergüenza.
—Déjame pensarlo —articulé esforzándome en ocultar mi molestia— Ya tengo tu teléfono. Te llamaré y nos reuniremos para conocernos mejor. ¿Estás de acuerdo? —Pregunté con la esperanza de que arrepentida me empujara a la cama para que cumpliéramos con el mandato del cuerpo. Incluso me ubiqué cerca del lecho, el único lugar donde no importa si la mujer es pequeña, mediana o alta ya que allí, gracias al eje que une los cuerpos, se olvidan las diferencias raciales y el tamaño (el del cuerpo) sale sobrando.
—Sí, sí… Está bien —respondió nerviosa mientras buscaba en su bolso la tarjeta que extrajo como si tuviera preparado el lance. Me la entregó y con su voz cachonda dijo—: Aquí tienes mis generales: aparte del celular que ya conoces, está el número del teléfono de casa y también la dirección. Háblame a cualquier hora o mándame un mensaje por WhatsApp.
Mi duda permaneció atorada entre las redes del orgullo. Intenté olvidar el honor de macho. Fracasé. Quería sentirme como las águilas que cabriolan en el cielo para conquistar a su pareja. Fue imposible. Debo haber puesto cara de estúpido cuando di la media vuelta abandonando la habitación con las palabras atoradas en el cogote.
Es obvio que Irene conocía mis debilidades y que por ello puso en acción casi todos sus encantos femeninos. ¿Quién la adiestró? Entonces no lo supe, tampoco lo imaginé. De ahí que durante el tiempo que pasamos juntos me tuviera hecho un pendejo. Ese estado de gracia me mantuvo atento a la forma como manejaba las manos mientras movía sus piernas, zarandeos que seguían el ritmo impuesto por las inflexiones y tonalidades de sus frases. Tanta belleza y sensualidad habían alterado mis sentidos.
Tardé en darme cuenta de que las sugerencias de la mujer se basaron en dos factores tan obvios que me pasaron desapercibidos: la fama de mujeriego que me perseguía y la debilidad que tanto el Presidente como yo teníamos por las mujeres.
Se llamaba Irene Walter Rémix. Su voz, cuerpo y cadencia sacudieron mi libido hasta ese día escondido entre las ilusiones que produce el poder político. Estuve hechizado. Supuse que detrás de aquella endemoniada mujer había algo oculto, misterioso y amenazador; que todo formaba parte de un plan para manipularme. También creí que se trataba de un juego sexual diseñado para conquistarme. A pesar de mis percepciones y dudas me dejé llevar por sus encantos que, insisto, concentraban los dones de la naturaleza y los atributos que en uno de sus momentos de entusiasmo —lo pensé en esa ocasión y aún lo creo— Dios diseñó para provocar a los hombres induciéndolos a trasgredir dos de los mandamientos que le endilgaron sus amanuenses.
Después de mis fugaces reflexiones entreveradas con el coraje y el llamado de la carne, ya lejos de ella recuperé la desconfianza natural —que era una de mis características— obligándome a investigarla. Llamé a tres amigos duchos en el espionaje político. Uno de ellos empleado en la Secretaría de Gobernación, el otro del Cisen y el tercero de los servicios de Inteligencia Militar. “Me divorciaré para casarme con ella”, mentí a cada uno por separado pidiéndoles además su ayuda y discreción. Temía que Irene estuviera relacionada o perteneciera a cualquiera de los grupos de secuestradores, o incluso que formara parte de uno de los medios de información ávidos de encontrar a la víctima idónea para amarillar sus páginas o el espacio hertziano. “Lo que descubras dímelo sin temor a lastimar mis sentimientos personales o aspiraciones políticas. Necesito saber si doy este paso, el definitivo”, inventé a cada cual decidido a mantener en secreto mi juego.
La espera duró varios días, lapso que agravó mi proceso gástrico. Y cómo no si la licenciada Walter me gustaba mucho, y ella —al fin manipuladora— insistía en que nos volviéramos a reunir. No sé de dónde saqué la fuerza que me permitió rechazar sus invitaciones. Me impuse dejarla tranquila hasta conocer y analizar los informes solicitados. En ese ínterin me sentí como el niño que aguarda el juguete prometido por la madre cómplice de los Reyes Magos. El tiempo, que se me hizo eterno, me indujo a lucubrar un sinnúmero de razones. Primero eliminé la posibilidad de que mi aspecto físico le hubiera atraído ya que éste no era ni es uno de mis atributos. Pensé en el dinero pero deseché la idea dado que por aquellos días mi economía estaba muy mal. Tampoco incluí la importancia de ser senador debido a que aún pertenecía al montón aunque estaba cerca del umbral de la influencia que mueve montañas y atrae dádivas disfrazadas de apoyo parlamentario. Pensar en todo ello me provocó un enorme hueco en el estómago, vacío que aumentaba de tamaño conforme soñaba con sus ojos, labios, piernas, cadera, humedades, busto, sonrisa y cabellera. Hasta su modo de andar, hablar y moverse se grabaron en mi cerebro. La energía de Irene me había dejado turulato.
Intenté olvidarla pero no pude. Su cadencia, voz sensual y aliento a brisa primaveral jugaban dentro de mí cerebro. Hoy, después de varios años, todavía recuerdo aquella sensación, esencia equiparable a la de mi primer y fortuito encuentro con la adolescente que conocí en una fiesta del pueblo; lo rememoro:
En silencio y comunicándonos con los ojos, a hurtadillas, los dos jovencitos nos desaparecimos para estrenarnos en el amor custodiados por las flores que hicieron las veces de muralla; imágenes y aroma que suele recuperar mi mente justo en el momento del orgasmo.
A tres semanas del excitante encuentro con la licenciada, para ser preciso un viernes de vigilia, recibí la primera llamada de uno de mis informantes. “Está limpia la chava”, dijo “El Orejas”. La frase me produjo desconfianza y decidí esperar la segunda opinión, misma que llegó el siguiente lunes. “Espero la invitación a la boda”, fue el remate del informe verbal de Castillito, como se le conocía en el gremio de los agentes encubiertos, dobles y convenencieros.
Horas más tarde, cuando el sol pintaba de rojo el horizonte, me abordó el tercer investigador: era Raúl Lee Berriozabal. El tipo me puso nervioso por su insistencia en sacarme del recinto senatorial para, dijo, caminar por las calles adyacentes a la Avenida Reforma. “Algo raro trae este cabrón —pensé—. No es el mismo de siempre”. El cielo de esa tarde, extraña por cierto, estaba decorado con las nubes blancas bañadas por la luz roja del sol próximo a ocultarse.
En efecto, ya solos y lejos de la curiosidad de mis compañeros de bancada así como de los micrófonos indiscretos comunes en el espionaje del Estado, Raúl soltó lo que parecía un digamos que justificado reclamo.
—Mira Senador —dijo con la vista fija en el suelo dejándome ver su perfil oriental—: si quieres probar mi capacidad no me expongas. Son chingaderas que otros anden tras de mí para saber lo que hago. Tu vieja, aparte de estar muy buena, debe ser monja o una lesbiana de closet y puede que hasta pertenezca al grupo Hijas de María. Pregunta a tus espías…
—¡Espérate Raúl! —Lo interrumpí enérgico para conservar el control y la autoridad que me daba pagar gastos y honorarios—. Tal vez me excedí en precauciones. Convine con ellos lo mismo que contigo —justifiqué sin perder el tono jerárquico—. Pacté no para que te siguieran sino para que investiguen a la mujer. Ya sabes: cuando estás enamorado y quieres formalizar alguna relación —mentí—, lo que abunda no sobra. Mi edad y posición me obligan a ser prudente en exceso. Más aún por el cargo que ostento, condición de alguna manera avalada por el voto popular. No puedo darme el lujo de cometer pendejadas.
Creí haberlo convencido porque me veía y asentía con su sonrisa enigmática, expresión que presumí amistosa. Hice un impasse verbal y él se aprovechó para responder con una seriedad y pronunciación que nunca antes le había visto o escuchado:
— ¡Dime la verdad, cabrón! —espetó.
Quedé descontrolado con su altisonancia, expresión que por fortuna se perdió entre el ruido de los vehículos que hieren a la ciudad de México. Pensé rápido y diseñé la estrategia que habría de poner a funcionar. No tendría otra oportunidad para borrar la mala impresión. Tuve que olvidar rango y fuero y hacer acopio de la serenidad que me caracterizaba. Quité a mi voz cualquier coloratura para, calmo y tranquilo, acercarme al rostro del chino. Éste escuchó estoico los pelos y señas algo de lo que había sido mi primer encuentro con Irene Walter Rémix. Aparenté sincerarme con el fin de recuperar su confianza. Y me atreví:
—Hermano: si me ayudas me será más fácil ubicarla en Los Pinos —dije con una opresión en la garganta, sensación que al parecer pasó desapercibida a pesar de la suspicacia natural en espías profesionales como Lee—. Veríamos cómo reacciona el enviado de Dios. Sería una muy buena aliada —agregué optimista—. O un obstáculo que nos ponga a prueba — compensé—. Es el riesgo que correremos pero con grandes posibilidades de llegar a las ligas mayores —tamicé.
Lee Berriozabal, que ya había levantado la mirada del piso impulsado por mis palabras que presagiaban complicidad, me vio con sus ojos de chino misterioso, tracalero y desconfiado. El desgraciado sonrió como cualquier avezado cazador que acaba de atrapar a la presa deseada. Antes de hablar aspiró profundo para afinar su diafragma.
— ¡Ay senador!.. Usted tiene fuero —dijo ceremonioso—. Si falla la estrategia yo seré el pendejo útil, como decía mi sabia abuela —arguyó—; el perdedor natural, el pinche chivo expiatorio.
— ¡No habrá perdedores, Raúl! —Corregí enfático y con la mejor de mis manifestaciones de certidumbre, la misma que usé para persuadir al entonces poderoso secretario de Gobernación, el que me hizo candidato a diputado federal (nada más le obsequié su retrato al óleo con la Banda Presidencial cruzada en el pecho, regalo que acompañé con la frase: ¡Usted será presidente de México!)—. Soy tu cómplice y como tal yo asumo todos los riesgos. Tú sabes cómo hacerlo y cuáles hilos mover. Por algo estás en la posición que ejerces. Así que apacíguate y confía en tu servidor. Te apoyaré en lo que se te ofrezca. Créeme, no te arrepentirás.
La última de mis frases se perdió entre el rechinido de las llantas y el ruido causado por la colisión de dos autos.
Ambos miramos el aparatoso percance. Nos sorprendió la forma de reaccionar de las conductoras que salieron del vehículo como si estuvieran decididas a matarse a golpes. “¡Manejas como hombre!”, gritó una de ellas. Y la otra le respondió: “¡Pareces manflora reglando, pendeja!”. Estos y otros insultos destemplados cesaron en cuanto apareció una patrulla de la policía. En ese santiamén y como por arte de magia, las peleoneras damas se pusieron de acuerdo. Cesó el conflicto y sus caras amables nos arrancaron la sonrisa que sirvió de preámbulo al acuerdo que pactamos Lee y yo: ayudaríamos a Irene.
A Lee le fue fácil encontrar la forma y el momento apropiado para que en alguna de las giras Irene se acercara al Presidente. A mí me correspondió el trabajo de ponderar sus atributos —los intelectuales y profesionales ya que los físicos saltaban a la vista— ante los líderes de las dos Cámaras legislativas. Tuve éxito y logré que la nombraran consejera en el área de Seguridad Nacional, además de asesora en políticas públicas del Senado de la República. Con esos nuevos adornos laborales que desarrolló con eficacia, Walter Rémix llegó al ámbito del presidente Emmanuel Cordero Blanco y, como era obvio, sedujo a Cordero. No tardó en ser su voz, conciencia, alter ego y confidente, además de la mujer más poderosa del gobierno.
A otra cosa mariposa
Antes de seguir con la aventura que me ubicó cerca del tálamo de la Republica, permíteme lector hacer un impasse para traer a colación parte de mi historia personal, que por cierto es parecida a la de muchos de mis colegas y pares, todos agraciados por la diosa fortuna y bendecidos por el santo Tomás Moro, deidad que provee el misterioso brebaje que atrae impunidad. La intención: incluir lo que halló el grupo de biógrafos-sociólogos contratados por mi. Con ello quiero dejar constancia de uno de mis encuentros con el pasado que, para irritación de varios intelectuales, podría relacionarme y hasta emparentarme con personajes cuya obra y vida han trascendido y forman parte de la memoria de México, en varios casos literaria, y en los menos política.
Son antecedentes que así como enriquecen mi origen también podrían ser la causa de mi, a veces, costumbre de relacionar el pasado con el presente. Pero como no deseo alterar la intención de esta mi autobiografía novelada, acudo al tiempo dándole voz a los personajes. Con ello intento explicar lo ocurrido hace más de tres siglos, circunstancias que incidieron en mi vida. Me remonto a la época en que la literatura mexicana cambió los procesos intelectuales dándole a México la presencia y el prestigio que lo colocaron en las marquesinas de la fama mundial (no las había iluminadas aunque sí adornadas con los nombres de iluminados).
Es obvio que estoy anticipándome a las injurias en mi contra, ataques que sin duda habrán de durar hasta que se olvide mi apelativo y la riqueza que poseo se extinga. Explico esta venturosa coincidencia con la definición de lo que en el virreinato fue el requisito sine qua non para quienes querían educarse y trascender. Sí, en efecto, la “pureza de sangre” que en muchos casos se pudo negociar gracias a la corrupción legada por los nunca bien ponderados miembros de la Corona española.
Al hurgar en mis antecedentes familiares puse en claro algunos de los pasajes oscuros comunes en el pasado remoto de quienes, como yo, están interesados en usar la energía de sus cien mil millones de neuronas o sacar provecho al ADN, que es casi lo mismo. Mi caso puede ser parecido al de muchos mexicanos que ignoran su genética por desinterés o debido a lo modesto de su inteligencia. La diferencia se dio cuando decidí escapar —permítaseme la metáfora— de esa profunda olla de barro negro que alberga la mediocridad. Para ello usé el sentido común. Busqué la oportunidad de superarme. No tuve que inventar el agua hervida ni el hilo negro.
Hurgué, encontré y me acogí a una de las ideas de Carl Sagan quien escribió en su libro Miles de millones, líneas que resumo y edito:
Todos tenemos dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos y así, multiplicando esta secuencia familiar, llegaremos a cantidades inimaginables de parientes. Por ejemplo: si cada 25 años surge una generación, entonces sesenta y cuatro generaciones atrás serán 64 x 25, operación que nos da mil 600 años, tiempo que nos remite a la caída del Imperio romano. Esta operación nos muestra que cada uno de los actualmente vivos tendría en el año 400 de nuestra Era, alrededor de 18,5 trillones de antepasados directos.
¿Jalado de los pelos?
Como dijo Sagan, podría ser si considerásemos que el resultado es superior al número de personas nacidas en nuestro planeta y con mucho a la población de la Tierra en cualquier época. Recurro pues a esta tesis para argumentar que uno desciende de algún personaje de la historia siempre y cuando exista y se descubra algún vínculo con el pasado, verbigracia: el apellido, o el lugar de nacimiento, o las reseñas familiares que suelen fortalecer la relación genética, o los hechos de la historia donde aparecen los lazos del entramado familiar, o las huellas producto de la herencia biológica.
A final de cuentas concluí que la personal podría ser una de las historias del gran encuentro que mejoró la composición de las castas que venían precedidas por la tragedia racial personificada en los mestizos, hombres y mujeres que al mezclarse con otros mestizos produjeron la rémora que yo, Herminio Benito Cruz y Tlacuilo, pude sacudirme gracias a mis estudios y dinero disponible para tal efecto. De esta forma me desligué de la influencia de los deslucidos cimarrones, saltapatrás, mulatos, zambos, moriscos, castizos, chamizos, cambujos y cholos, derivaciones todas que forman parte de nuestra interesante estructura social.
Una vez hecha esta breve pero necesaria acotación que según yo justifica los antecedentes que expondré, entro en materia apoyándome —sigo el ejemplo de mis ancestros— en leyendas y hechos reales, algunos relacionados con Sor Juana Inés de la Cruz, la monja que ayudó e inspiró a Herminia de Ávila, vientre e inteligencia que dio origen a mi familia, personaje que con Juana de Asbaje formó la venturosa dupla rodeada de ingenio, talento y visión de futuro. Eran cómplices y además feministas; quizá las primeras de la Nueva España.
Como parece ser una exageración de mi parte te pido, lector amable, que antes de juzgarme endilgándome algún adjetivo que me ubique en el exceso propio de los rústicos, leas las siguientes páginas con bondad e indulgencia. Esas dos mujeres son la parte medular de las circunstancias de mi vida; el Big Bang de mi pequeño y a la vez gran Universo; el relato que dejo ante tus ojos; la puerta que conduce a la sede del raciocinio. Así que, insisto: sé benevolente y comprensivo con quien —parafraseo lo que dijo Jorge Volpi en su libro Leer la mente— se descubrió a sí mismo al dejar que lo inmaterial ejerciera su poder sobre la realidad dotándola de verdades producto de la imaginación y huellas genéticas.
Vaya, pues, la simiente, el eje de mi vida. Lo expongo con hechos de sobra conocidos, en este caso necesarios para demostrar la gestación de lo que generaciones después ocurrió con el que esto escribe y muchos más, los que, tal vez, aún no se han dado cuenta.