Lo que nos quitó la inseguridad en Puebla

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Pero si esa es la solución, entonces ya perdimos...

Hubo un tiempo en el que salir a explorar Puebla era un placer sin sobresaltos. Subirse al automóvil, encender el motor y perderse entre sus lagunas, sus montañas, sus iglesias centenarias. Una cámara, un termo de café y la certeza de que uno regresaría a casa con las mismas pertenencias con las que salió. No existía la paranoia de revisar el retrovisor cada cinco minutos ni el terror de toparse con un retén improvisado por encapuchados que no son policías. ¿Cuándo nos robaron esa tranquilidad? ¿En qué momento la postal bucólica de Puebla se transformó en un mapa de territorios vetados por la violencia?

De los relatos a las cifras

Las historias de asaltos en carreteras ya no son anécdotas aisladas, son estadísticas. En 2023, Puebla se colocó entre los primeros cinco estados con más robos a transportistas, con más de 2,700 incidentes reportados. Y eso solo lo que llega a los registros oficiales. Porque hay otra cifra, la que se calla por miedo o resignación. Esa que se esconde en los ojos de los comerciantes que han pagado cuotas de extorsión, en los llantos de los familiares que pagan rescates o en la desesperación de quienes han visto su negocio saqueado una, dos, tres veces sin que la policía haga algo más que levantar un acta.

Y si las carreteras son un riesgo, las calles no se quedan atrás. En Puebla capital, la percepción de inseguridad en 2024 alcanzó el 75.5%, según el INEGI. Cuatro de cada cinco personas sienten que caminar por su propia ciudad es una ruleta rusa. Y no es paranoia: el delito más denunciado es el robo con violencia. Aquí ya no importa si es de día o de noche, si vas en transporte público o en tu propio coche. Puebla dejó de ser un sitio de paso amable para convertirse en un territorio donde la gente baja la voz cuando habla de secuestros, donde los negocios prefieren pagar protección antes que confiar en las autoridades.

¿De quién es la culpa?

Podríamos culpar a la pobreza, a la falta de empleo, a los gobiernos que miraron hacia otro lado mientras el crimen organizado ponía oficinas en los municipios. Podríamos culpar a las fiscalías inoperantes, a las policías que patrullan sin gasolina o que tienen miedo de enfrentar a quienes están mejor armados que ellos. O podríamos culparnos a nosotros mismos, a nuestra apatía, a ese “mientras no me pase a mí” que nos hizo creer que la violencia siempre le toca a otros.

La realidad es que la inseguridad en Puebla es una obra colectiva. La hicieron los políticos que vendieron el estado al mejor postor, los empresarios que financiaron campañas sin exigir resultados, los ciudadanos que prefirieron el silencio a la denuncia. Pero también es cierto que el miedo paraliza, y cuando la vida cuesta tan poco para los delincuentes, hablar puede salir demasiado caro.

¿Qué nos queda?

¿Denunciar? Suena bonito en el discurso oficial, pero cuando las fiscalías parecen más una trampa que una solución, el incentivo para alzar la voz se reduce a cero. ¿Hacer ejércitos civiles desarmados? Ya hemos visto lo que pasa cuando la gente se organiza para hacer el trabajo que el Estado se niega a hacer: primero los llaman valientes, luego los acusan de paramilitares, y al final los desaparecen o los encarcelan.

La tercera opción es la que muchos han tomado: encerrarse, mirar por la ventana con nostalgia y recordar ese tiempo en el que salir a conocer Puebla no era un acto de valentía. Pero si esa es la solución, entonces ya perdimos. Porque nos han quitado algo más valioso que la seguridad: la libertad de vivir sin miedo.

Miguel C. Manjarrez