¿Políticos genuinamente interesados en mejorar la sociedad? ¡Qué idea tan absurda!
Desde tiempos inmemoriales, la humanidad ha sido bendecida con líderes cuya autoestima no tiene límites. Estos individuos, por algún extraño fenómeno cósmico, parecen haber nacido para dirigir masas, o al menos, así se lo han hecho creer a sí mismos. La relación entre el narcisismo psicopático y la política es tan antigua como la civilización misma. Algunos podrían decir que ambos conceptos son prácticamente sinónimos, aunque, por supuesto, eso sería una injusticia para los pocos psicópatas que no se dedican a la política.
El narcisismo, en su forma más pura, es la habilidad mágica de verse en el espejo y admirar no solo el propio reflejo, sino un reflejo mejorado y embellecido por el ego. Los políticos narcisistas, sin embargo, tienen un don especial: no necesitan espejos. Pueden ver su grandeza en cualquier superficie reflectante, incluso en los ojos de los pobres mortales que los rodean. Para ellos, cualquier crítica es un ataque personal, y cualquier halago es insuficiente. “Si solo supieran lo grandioso que soy”, piensan mientras se colocan la banda presidencial o se acomodan en el sillón del despacho oficial.
Por supuesto, no podemos hablar de narcisismo sin mencionar el psicópata que habita en lo más profundo de algunos políticos. Si el narcisismo es el combustible que los impulsa, el psicopatismo es el motor que los mantiene avanzando sin remordimientos, sin dudas y, desde luego, sin empatía. Porque, ¿qué es la empatía, sino un obstáculo innecesario en el camino hacia la gloria? Los políticos verdaderamente exitosos entienden que las emociones humanas solo son útiles cuando pueden explotarse. “El sufrimiento del pueblo es una oportunidad”, murmura el psicópata político mientras dibuja planes magistrales que, por supuesto, no incluyen soluciones, sino promesas vacías y discursos conmovedores.
La política, entonces, se convierte en el escenario ideal para estos seres únicos. Aquí, el narcisismo no solo se permite, se aplaude. ¿Quién no quiere un líder que se admire a sí mismo las 24 horas del día? El político narcisista no tiene miedo de recordarle al mundo sus logros —incluso aquellos que solo existen en su cabeza— y de subrayar lo afortunados que somos de vivir en su era. Cada campaña política es una oda a su propio reflejo, y cada mandato es una obra de arte dedicada a su legado inmortal.
Ahora bien, la psicopatía añade un toque especial. Un político psicópata no se limita a gobernar, sino que disfruta de la manipulación como un arte supremo. Para ellos, las masas no son más que peones en su tablero de ajedrez. Si en el camino hay que sacrificar unos cuantos para alcanzar el poder supremo, ¿qué importa? La moral es solo una palabra en el diccionario, un concepto abstracto que los humanos comunes y corrientes parecen respetar por alguna razón inexplicable.
El encanto del psicópata narcisista en la política radica en su habilidad para hacer que las personas crean que todo lo que hace, lo hace por ellas. En realidad, lo hace por él, pero eso es un detalle menor. La habilidad de manipular a las masas con un carisma desbordante y promesas vacías es casi un superpoder. “Confíen en mí”, susurran mientras preparan un plan maestro para su propio beneficio, mientras los crédulos ciudadanos asienten con la cabeza, maravillados por la convicción en su voz.
En conclusión, ¿qué sería de la política sin esos brillantes especímenes narcisistas y psicópatas? Esos líderes que, lejos de ser guiados por el deseo de hacer el bien común, están motivados únicamente por su inquebrantable amor propio y su desprecio por las reglas morales. Los psicópatas narcisistas no solo sobreviven en la política; prosperan. Nos guste o no, ellos seguirán mirándose en el espejo del poder mientras nosotros aplaudimos desde las sombras, convencidos de que, de alguna manera, su reflejo es también el nuestro.
Al fin y al cabo, si el narcisismo y la psicopatía no fueran requisitos básicos para el éxito político, ¿qué nos quedaría? ¿Políticos genuinamente interesados en mejorar la sociedad? ¡Qué idea tan absurda!