“Sólo el que carga el cajón sabe lo que pesa el muerto”
Me atrajo la imagen que se reflejaba en la mesa de juntas de brillante cedro rojo. Eran muchas manos las que parecían reposar sobre la madera; palmas y dedos de los responsables del proceso electoral federal. Unas toscas y sudorosas. Otras tersas y muy bien cuidadas.
Sin proponérmelo observé en ellas las manchas invisibles que suele dejar la política sucia, la que manipula las elecciones locales y federales. Fue un espejismo producto del cansancio por trabajar, pensar y gobernar las veinticuatro horas del día. La visión prevaleció y mis articulaciones formaron parte de aquella extraña fantasía. No podía controlarlas. Parecía una lucha como la que libró Sor Juana con su Sombra. Sólo faltó que, contra mi voluntad y frente a mis invitados, me pusiera a discutir con aquella energía, lo cual sin duda me hubiese ganado la definición de loco, no porque lo sea sino porque pocos entienden la existencia de esa voluntad que, lo repito, Sócrates definió como su daimon y Sor Juana como su Sombra.
Di la bienvenida y pregunté al grupo cómo percibían la elección. “Ganaremos todos los distritos”, aseguró el coordinador del proceso electoral. La seguridad que noté me indujo a felicitarlos valiéndome de —había dicho ampuloso el más burdo de mis lisonjeros— “un discurso de alcances democráticos nacionales”.
La verdad es que dije puras pendejadas pero, como lo menciono al principio de esta historia, estaba rodeado de expertos en elogiar hasta las flatulencias del gobernador. Alguna vez se los reclamé en serio y en broma; les dije: “Ustedes son capaces de manifestar a los cuatro vientos, que de mi republicano culo emerge perfume y oro en vez de los malos olores y la mierda que nos hace humanos”. Se rieron pero nunca dejaron de enaltecer mis actos a pesar de que algunos de ellos trastocaron la ortodoxia que exige el ejercicio de los cargos de elección popular.
En el momento en que iba a corresponder con otras descargas de incienso para ponderar el trabajo y las características profesionales de cada delegado distrital–electoral, cuya función fue seguir a pie juntillas los lineamientos del proyecto político que diseñé ayudado por mis asesores (habíamos cooptado o comprado a los políticos de oposición más peligrosos), se escuchó un fuerte estruendo en el salón contiguo.
— ¿¡Qué pasó?! —pregunté más que alarmado.
—Se le fue un tiro al Rasputín, señor —respondió el ayudante que había ingresado a la sala de juntas como el toro de lidia que entra bufando al redondel. Me asustó su expresión y aún recuerdo cómo el tipo tenía grabada en su rostro la imagen de la muerte.
— ¿Te refieres a Guaraguao?
—Sí señor.
La respuesta operó en mí como la cubeta de hielo en la cabeza que puso en boga el ice bucket challenge, acción popularizada en las redes sociales. De inmediato ordené a gritos que llamaran al director de la Policía Judicial y coordinador de mi seguridad personal, o sea a Guaraguao. Quería regañarlo. Lo había visto llegar minutos antes de la detonación. Estaba allí para recibir instrucciones relativas al asunto confidencial relacionado con el caso de José María Guadalupe y demás yerbas. Cuando escuché al ayudante aún no me daba cuenta del alcance de la tragedia.
—Está paralizado, señor. Parece un zombi —dijo el toro de lidia que había irrumpido en la junta entrando por la “puerta de toriles”.
— ¡Sí, sí, ya sé que no puede mover un cachete! ¡Sacúdelo al cabrón! —le ordené con voz estridente—. ¡Que mueva su culo pero ya!
—Señor Gobernador —se atrevió a responder sin el tartamudeo que llega con las fuertes impresiones—, es que Guaraguao acaba de matar a uno de los compañeros…
— ¡No por favor! ¡Esto no puede ser…! ¡Carajo…! —grité, según me dijo después uno de mis ayudantes, el que duró días con la cara distorsionada por el susto.
La impresión que sufrí me repitió la danza de las manos pero éstas transmutándose con las caras de los expertos electorales. Los rostros giraban como si fuesen rehiletes o un montón de globos de colores agitados por el viento. De nuevo pensé en la Sombra y confidente de la séptima musa, imágenes que me acompañaron mientras analizaba las consecuencias que en los legos causarían la confesión de ese tipo de sustos. Pude recuperar la compostura y olvidar mis alucinaciones.
— ¿Alguien sabe que fue lo que pasó? —pregunté un poco más calmado.
Adela, jefa de las secretarias auxiliares, una mujer eficaz y presta a resolver problemas de oficina, fue la que habló con el acento de las declaraciones judiciales:
—Gabriel Guaraguao, alias Rasputín, sacó su arma para mostrársela a Juan —dijo la mujer—. Éste hizo la finta o quiso arrebatársela. En un movimiento de defensa, instintivo, Rasputín accionó la pistola. Yo estaba observándolos, señor Gobernador. Siempre bromean con las armas (quise decir bromeaban). Lo que vi y me consta fue un desafortunado accidente.
Me convenció la versión de Adela, que por cierto antes de llegar a mi ámbito trabajaba como secretaria de acuerdos en un juzgado penal. La noté sincera, veraz. La mala suerte para los protagonistas de esta desgracia estuvo en que la bala perforó el corazón de uno, matándolo al instante, y dejó herido al del otro —emocionalmente, obvio—, quien entre chanza, broma o de manera intencional, nunca quise saberlo, acabó con la vida de quien parecía su mejor amigo.
Los estertores de la muerte enmudecieron a los compañeros de Juan, excepto al que entró como tromba a la sala de juntas. Fue quizá el más valiente o tal vez el más asustado del grupo de testigos del percance.
Me acerqué a la escena del crimen y otra vez volví a ponerme cetrino: me impresionó ver una vida que en segundos acabó dejándonos un cuajarón de sangre regado sobre el piso. La macabra escena estuvo acompañada por la mudez y pálida presencia de los testigos. Pensé en Emmanuel Cordero, en la licenciada Walter, en el Arzobispo, en el Nuncio apostólico, en Mary desde luego, en Balerín y en la Tuerta; en fin, imaginé el desgaste político que propiciaría el hecho. Mi casa no era el Vaticano donde los crímenes reciben la extremaunción del canon divino que administra el Vicario de Cristo o, a falta de éste, su secretario de Estado. No. Lo que pasaba en la residencia oficial podría nutrir a las pirañas de la información.
Los efectos del susto y la impresión me habían disminuido. Empezaba a sentir la laxitud que antecede al nivel alfa. Empero, pude recuperarme gracias a que escuché hablar al apesadumbrado Rasputín, actitud que nunca había demostrado:
— ¿Y ahora qué voy a hacer? Jefe —dijo con voz quebrada, trémula.
—Primero coordina la operación para que saquen el cadáver al jardín, que limpien el lugar. Después mandas a Héctor por el Procurador —ordené. Empezaba a recobrar la confianza que se nos había escapado a zancadas.
Rasputín acató sin rechistar mis instrucciones. Me sorprendió su poder de recuperación. Era difícil imaginarlo como el homicida imprudencial que momentos antes había visto acongojado. Tampoco se le notaba el desasosiego que produce el matar a un compañero. Parecía familiarizado con esos trances ya que procedió a borrar todas y cada una de las huellas de la muerte de Juan. Seguí observándolo y me llamó la atención cómo se dirigió a Adela: “Ándale. Apúrate. Limpia el cadáver que se ve muy feo. Ciérrale los ojos y maquíllalo para que recupere la apariencia que tenía”. No se inmutó. Ni siquiera cuando ella le respondió gritándole con la cara descompuesta por el coraje: “¡Pinche Rasputín, hazlo tú! ¡Tú lo mataste! ¿¡No!?”
— ¡Ya dejen de pelearse con un carajo! —ordené a los dos para evitar un desaguisado amoroso—. ¡Después arreglan sus diferencias emocionales! ¡A ver tú, Aguilar! —Llamé al más joven del grupo cuya corpulencia era la de un fisicoculturista de alguno de los barrios que rodean Puebla—. ¡Encárgate de traer a los de intendencia advirtiéndoles que no abran la boca! Ya sabes cómo tratarlos —cambié el tono para hacer más amigable mi voz—. Si no has aprendido le preguntas a Gabriel; que él te diga cómo y además que te nutra de su caja chica.
Al terminar la frase escuché el ulular de la ambulancia. Pregunté y me dijeron que se trataba de la Cruz Roja. Otro miembro de la ayudantía, uno de los jóvenes promesa, la había pedido sin mí autorización.
— ¿¡Cuál hijo de la chingada llamó a la ambulancia!? —grité y lo estentóreo de la voz asustó a todos, incluidas las urracas que dormían entre el follaje de los laureles. El incordio me había sacado del marasmo y pude dominar mi pánico.
—Fui yo señor —respondió Aguilar tan nervioso que se atragantó con sus palabras, no sé si por miedo al gobernador o por la impresión de la muerte que debe haberle pasado a un ladito, cuando él se encontraba muy cerca de Juan.
— ¡Pues despáchala de inmediato y dile a los paramédicos que aquí no ha pasado nada! —dispuse enérgico con ganas de golpearlo.
La confusión había empezado a desaparecer. Como no teníamos morgue en casa, el cadáver fue colocado en el jardín, debajo de uno de los frondosos laureles. El traqueteo del mismo trajo a mí memoria la película de Alfred Hitchcock (“Pero… ¿quién mató a Harry?”). En esas imágenes incluí el gimoteo de Adela y las lágrimas que corrían por sus mejillas. Todo esto ocurrió mientras la mujer cumplía con su eficaz trabajo de maquillista de funeraria y la luz de la luna llena traspasaba el follaje proyectándose sobre la sábana que servía de mortaja. Al fin cinéfilo y afecto a los filmes sangrientos, cambié a Hitchcock por Quentin Tarantino pues el cuadro aquel podría ilustrar alguna de sus brutales películas. Las escenas de ese día también convocaron mis recuerdos de los thrillers que me impactaron profundamente e hicieron escuela entre los sicarios del crimen organizado.
— ¿¡Y el Procurador…!? —grité—. ¡Que venga el Procurador! ¡Héctor, tú ve por él pero ya! —ordené.
—En este momento voy Señor. Estaba ayudando al jefe Gabriel… —contestó el más delgado del grupo, aspecto que le ganó el mote de “flaco de oro”. Se parecía a Agustín Lara y además era afecto a sus canciones.
— ¡Ya estás de regreso! —presioné.
Me sentí satisfecho con mi capacidad para afrontar la tragedia. “Por algo llegué a ser gobernador”, musité acariciándome el vapuleado ego.
Gabriel, Rasputín para sus compañeros, quizá volvió a sentir el peso de la responsabilidad porque hizo como si controlara su llanto apagado. Alguno lo imitó y otro de plano dejo escapar las de San Pedro. No faltó el que se puso a rezar en silencio, seguramente pidiéndole a Dios por el alma de su amigo. Empezaba a molestarnos la presencia de la muerte; recordó nuestra impotencia ante ese destino, para unos cuantos tardío y justo, para otros temprano e injusto.
Regresé a la sala de juntas con la preocupación ahuecándome en el estómago. Una vez frente a los delegados les pedí su ayuda; encuentren la versión oficial más creíble y contundente sobre el sangriento suceso. En esas estaba cuando llegó Héctor solo, sin el Procurador.
— ¿Dónde está el Procurador? —le pregunté inquisitivo.
—Señor, está indispuesto —dijo Héctor. Como percibí que ocultaba algo ordené tajante.
— ¡Cómo que indispuesto! ¡Llámalo y dile que si no viene lo traemos de los huevos! ¡Que urge su presencia!
—Está demasiado pedo, Jefe —se animó a revelar—. No se puede mover. Ni siquiera es capaz de hablar —justificó con la cara de pena que le hizo un tipo confiable.
“Que le den un pericazo”, sugirió con voz tenue alguno de los testigos que no pude identificar.
— ¡Me lleva la chingada! —espeté—. ¡Entonces ve por el sub Procurador!
—Está aquí, señor. Ya lo traje —respondió asustado el muchacho. A mi molestia le siguió la satisfacción por la iniciativa y eficiencia de aquel colaborador que después premié con una diputación local. Nunca supe si el tipo resultó un buen legislador. Lo único que percibí fue su necesidad e interés en servirme con respeto, lealtad y disciplina.
Durante las siguientes horas operó el “cuarto de guerra” que improvisé apoyado por los participantes en la junta de elecciones. Ahí estuvo María de la Hoz (ya se había integrado al grupo gracias al aviso de Adela). Me dio otra agradable sorpresa cuando la vi con la máscara de exequias puesta. Finalmente decidimos que había que confiar en los directores de los medios de comunicación y ponerlos al tanto del “accidente”, antes de que ocurriera alguna filtración. Después se emitió el boletín que, aparte de la desgracia, difundió la pena que embargaba al gobierno por el desafortunado percance que sufrió Romo mientras limpiaba su pistola. Además y para dar emotividad al aviso, manejamos la tristeza que embargaba a mi esposa ya que, destacó el documento, la familia De la Cruz “había perdido a uno de los más eficientes colaboradores en el área de seguridad”. Los directores de los principales periódicos se mostraron solidarios al publicar sin costo las decenas de esquelas (estaban obligados ya que recibían los Centenarios que les hacía llegar en reconocimiento a su labor consistente en mantener bien informada a la sociedad). Puedo decir confiado que el poder, o sea mi gobierno, manejó al periodismo para controlar a la sociedad, costumbre contraria al principio original que convirtió en tesis el escritor Arcadi Espada: “El periodismo nació de la sociedad para controlar al poder”.
Me libré de los nocivos efectos que produjo la conmoción. Pero mi vida pública quedó marcada con el sello de las dudas comunes en este tipo de eventos. El proceso electoral federal siguió su curso hasta llegar a consolidar el “carro completo” que nos habíamos propuesto para complacer a mi amigo el Presidente de México. Lo que resultó imposible soslayar fue la necesidad de remover al Procurador cuyos males le impedían seguir al frente de la dependencia. Por su parte, Rasputín se empeñó en demostrarme su lealtad, sumisión que me recordó el pasaje de Orfeo, el perro de la novela Niebla escrita por Unamuno, trama en la que discute el propio escritor con Augusto, su personaje mítico.
Hago un paréntesis para insertar algunas líneas de la novela de marras (nivola, dijo el autor). Escribió Unamuno:
¡Cuán lejos estarán estos infelices de pensar que no están haciendo otra cosa que tratar de justificar lo que yo estoy haciendo con ellos! Así cuando uno busca razones para justificarse no hace en rigor otra cosa que justificar a Dios. Y yo soy el Dios de estos dos pobres diablos nivolescos.
Cierro el paréntesis y retomo mi relato:
Decreté asimismo una pensión para la viuda de Juan Romo, además del fideicomiso que incluía educación para sus entonces pequeños hijos hasta que éstos llegaran al nivel profesional. Como complemento asigné a la señora la plaza que, tengo entendido, le permitió mantener en buen nivel su economía familiar. Por esta mi bonhomía la mujer me correspondió con su discreción y lealtad.
Administré ese trago amargo manejándolo como parte de lo que siempre ocurre en el ejercicio del poder. Lo extraño estuvo en el toque paranormal producto, quizá, de la imaginación popular. Por ello y a pesar de transcurridos varios años, aún hay quienes dicen haber comprobado que en las noches de luna llena se escucha el eco del balazo que quitó la vida a Juan, así como lo que parece un coro de gimoteos*. Por ventura, la aparición de ese fantasma fue la única consecuencia del accidente, evento que se sumó a otros problemas mucho más complicados. Antes de concluir este breve relato, debo de reconocer que a veces yo también percibo aquel olor a muerte que dejó el impresionante charco de sangre grabado en mi memoria. Incluso me han llegado a embestir los recuerdos siempre acompañados del remordimiento, reacción que todavía no he podido entender.
Trataré de precisar el estado de ánimo de aquel momento. Para ello me valgo del viejo truco de la cita y trascribo uno de los párrafos del libro de Irvin D. Yalom (El día que Nietzsche lloró), escritor y sicoanalista, palabras que se me atraviesan y refrescan la memoria cuando estoy atrapado en las aguas turbias de la duda:
Con frecuencia me siento desorientado: los viejos objetivos ya no sirven y he perdido la capacidad para inventar otros nuevos. Cuando pienso en el curso de mi vida, me siento traicionado o engañado, como si hubiera sido objeto de una broma celestial, como si durante toda mi vida hubiera bailado al son de la melodía que no debía sonar.
Esa confesión que un supuesto médico hace a Friedrich Wilhelm Nietzsche, su supuesto paciente, me ha ayudado a recapacitar sobre la realidad de mi vida en el poder, tiempos en que yo puse la música y los demás bailaron. Durante el lapso de mi gobierno, nunca perdí la capacidad inventiva ni las facultades que me permitieron actuar como líder.
*Algo debe haber sabido el joven colaborador que contraté basándome en su perfil financiero y antecedentes familiares. Es lo que creo porque años después el tipo llegó a ser gobernador y su primer acto de poder fue ordenar la demolición de la casa. Su argumento: “hay que desaparecer los olores del pasado y los malos recuerdos adheridos a las paredes”. Además contrató a un predicador cristiano con habilidades de exorcista para que éste expulsara a los fantasmas, entre ellos el de Romo. Allí mismo, sobre los cimientos de la casona que sirvió de hogar a varios gobernadores — incluido el que habilitó una de las recámaras para guardar la colección de muñecas de sus hijas — edificó un palacio cuya inversión, modernidad y tecnología rebasaron con mucho a la imaginación de nuestros arquitectos aldeanos, como él los definió después de imaginarlos vestidos con taparrabo.