El espejismo de los títulos

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 Porque en este mundo no gana el que más memoriza, sino el que mejor sabe qué hacer cuando se apaga la luz y hay que improvisar con lo que hay...

Hay quienes llenan su currículum como si estuvieran decorando un árbol de Navidad. Un título por aquí, una certificación por allá, un par de diplomados estratégicamente colgados en la pared, como si fueran amuletos que garantizan el éxito. Y sí, es bonito ver ese arsenal académico brillando en la oficina, pero… ¿de qué sirve si detrás no hay oficio ni destreza?

Porque la vida, esa maestra cruel que no otorga constancias ni reconocimientos, se empeña en demostrar que la verdadera preparación no se mide en diplomas, sino en las cicatrices que deja la experiencia. Está el tipo que empezó como ayudante en un taller mecánico y hoy dirige una cadena de agencias automotrices. O la mujer que vendía empanadas en la esquina y terminó montando un emporio gastronómico. Gente que aprendió a prueba y error, con las manos en la masa, lejos del aula pero cerca de la realidad.

Mientras tanto, hay quienes llevan dos maestrías y un doctorado en economía internacional, pero terminan trabajando de repartidores porque nunca supieron qué hacer con tanto conocimiento embotellado. No es que el estudio esté de más —qué va—, sino que la educación se ha convertido en un juego de estampitas donde acumular certificados vale más que saber aplicar lo aprendido.

El problema es esa obsesión por coleccionar títulos como si fueran pociones mágicas que te vuelven experto por arte de birlibirloque. Esos que confunden el memorizar conceptos con el comprenderlos. Gente que puede recitar de memoria las teorías de Adam Smith pero no sabe administrar ni su propio sueldo.

La experiencia, en cambio, es implacable. No se puede falsificar ni comprar en una universidad privada. Se gana metiendo las manos en el lodo, errando, fracasando, aprendiendo. Es el mecánico que escucha el motor y ya sabe qué pieza está fallando. Es la enfermera que, sin tanta teoría, detecta que un paciente está a minutos de una crisis. Es el albañil que calcula a ojo la cantidad exacta de mezcla para no desperdiciar un gramo.

La experiencia, como el buen licor, se destila con el tiempo. No se entrega en un pergamino con moño dorado; se forja con callos en las manos y arrugas en la frente.

Así que, a quienes creen que su valor se mide por el número de títulos que cuelgan en la pared, convendría recordar que hay quienes no tienen ninguno… y ya les llevan años luz de ventaja. Porque en este mundo no gana el que más memoriza, sino el que mejor sabe qué hacer cuando se apaga la luz y hay que improvisar con lo que hay.

Tobías Cruz