Los judas que joden (Crónicas sin censura 125)

Réplica y Contrarréplica
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Moriré siendo esclavo de los principios, no de los hombres.

Emiliano Zapata.

El diablo paga mal al que le sirve bien.

Dicho popular.

Al repasar la historia confirmamos que la traición es parte de la forma de ser del hombre. Que se trata de una condición que, de alguna manera, dio consistencia al cristianismo, conductor de la parte espiritual de millones de seres humanos, quienes —como el lector bien lo sabe— esta semana empezaron a conmemorar su consecuencia más impactante, formativa y longeva. También es la causa de los quebrantos económicos y políticos de México. Y además representa lo que podríamos llamar la fuerza incontrolable que, en múltiples ocasiones, ha desviado el destino de la nación.

Debo aclarar que esta opinión coincide con el contenido del libro Los grandes traidores de México, escrito por Francisco Martín Moreno (Ed. Joaquín Mortiz, año 2000); obra que, desde su título, estimula un estado de ánimo ambivalente: por un lado, porque produce un cierto dejo de tristeza, ya que nos recuerda cómo operaron los grandes traidores de este país; y por otra parte, convoca a reflexionar sobre el tema, cuyas variantes podrían —como lo apunta el autor— formar un almanaque o una enciclopedia.

Permítame, pues, transcribir algunas de las líneas que apoyan una de las tesis sobre el asesinato de Venustiano Carranza, misma que le comentaré después del siguiente diálogo entre los ingleses dueños de las compañías petroleras y Herbert Henry Asquith, primer ministro y primer conde de Oxford.

El escenario: el número 10 de Downing Street, residencia del lord.

El ambiente: la sala de la casa preparada para ofrecer té y las clásicas galletas de jengibre a los invitados.

El tema: el petróleo mexicano y la forma de controlarlo valiéndose de los vendepatrias.

—“Si México es un país de traidores, como usted dice —interrumpió el primer ministro, más preocupado aún—, ¿cómo hará usted para que el traidor no lo traicione a usted también y, por lo mismo, traicione a Su Majestad, y la cadenita siniestra comprometa el abastecimiento de petróleo?”

El comentario provocó una carcajada de los presentes. Lord Cowdray (presidente de la compañía petrolera El Águila) enrojeció sin molestarse ni apresurarse a contestar. Él tendría la respuesta. Era bueno, de cualquier manera, presumir que Asquith se luciera. Al fin y al cabo, era el papel y el objetivo de los políticos.

—Éste no nos traicionará, Su Excelencia…

—¿Se puede saber por qué razón, mi lord, ese mexicano ilustre ha de ser distinto de los demás?

—Es muy sencillo: nadie sobre la Tierra podría pagar 200 mil dólares al mes para el sostenimiento de nuestras propias fuerzas armadas. Nadie podría sobornarlo. Su Excelencia, lo pondremos absolutamente fuera del mercado.

Un breve rumor acompañó este último argumento del magnate. Ya nadie reía. No era hora de reír. No había nada que festejar.

—¿Y si lo matan por traidor?

—Siempre habrá otro mexicano dispuesto a sustituirlo, y es más, mucho más, a cambio de dinero. Debe usted saber —concluyó ufano el petrolero— que contamos con un eterno vivero, un invernadero de mexicanos corruptos, invariablemente listos para trasplantarlos de la maceta al campo de acción —remató Lord Cowdray, esta vez con una larga carcajada en la que se fue quedando solo. Ni sus ejecutivos mudos participaron de su hilaridad.

—¿Cómo se llama el hombre?

—Manuel Peláez —agregó el petrolero—, porque se puede llamar Pedro Pérez, es lo mismo. Todos son iguales: prietos, chaparros, tramposos y pendejos.

—¿Qué significa “pendejus”?

—Inútiles, Excelencia, inútiles.

De acuerdo con la acuciosa investigación histórica de Manola Álvarez Sepúlveda (mi esposa), Manuel Peláez —jefe de las “Guardias Blancas” al servicio de las compañías petroleras inglesas— fue quien, por órdenes de sus dueños, se encargó de organizar el asesinato de Venustiano Carranza: primero le ofreció protección, y después, poco antes de llegar a Tlaxcalantongo, estado de Puebla, lo abandonó para poder dirigir a los asesinos del presidente; es decir, ordenar a sus subordinados cometer el magnicidio. Un doble traidor que curiosamente vivió hasta que su salud se lo permitió, suerte que, por ejemplo, no tuvo el general Jesús Guajardo (murió fusilado por levantarse en armas contra el presidente Adolfo de la Huerta), el hombre que hoy 21 de marzo hace 82 años traicionó a Emiliano Zapata.

Perdone usted estos malos recuerdos que vienen a cuento con motivo del crimen que cambió el rumbo de la humanidad. Mientras pasan estos días y el columnista se toma un descanso para seguir haciendo adobes, aquí le dejo un versículo para meditar:

“Velad y orad, para que no entréis en tentación…”

(Mt. 26:41)

Dicho en términos mundanos: no reventéis.

Alejandro C. Manjarrez